Ir al contenido principal

La sabiduría topográfica

La sabiduría tiene un componente topográfico: es el arte de que las cosas estén en su lugar, en el sitio apropiado, es decir, que les es propio. Llamadlo como queráis: equilibrio, estructura, orden… Pero la propia ciencia nos confirma que el universo es un cosmos, en el sentido griego: una complejidad organizada. El desafío es aprender a moverse según esa disposición, saber captarla y acomodar a ella la vida.


Lo que digo podría sonar a platónico, conservador, trascendentalista. Nada más lejos de mi intención. No hay trascendencias regentes, no hay deus ex machina, el universo se expande en un vacío que lo precede y probablemente lo suceda, si no se oculta ya en su espina dorsal. En cualquier caso, las trascendencias no explicarían nada: el cosmos es suficientemente desconcertante para que demos razón de él con nuevas perplejidades. Estamos aquí, encajonados, arrojados —dijo Heidegger— en el ser, y no podemos saber nada más allá de nuestros límites. Pero los límites ya son una ley, ya obedecen a una estructura (dinámica, puesto que se caracteriza por el cambio, como proclamaba Heráclito), que es a la vez andamio y desarrollo de lo que entendemos como real.

De algún modo, estamos sintonizados con este universo al que pertenecemos. Como dice Rilke, “es nuestro mundo”, y estamos hechos para formar parte de él. Platón vislumbraba una sinergia entre los objetos perecederos y las formas eternas; tal vez se trate de concebirla entre los hechos y los objetos concretos, por un lado, y las leyes eternas, por el otro. De ahí la osadía de la ciencia, que, a través del fenómeno individual, aspira a generalizar postulados válidos para todos los fenómenos.
Pero la sintonía que concierne al sabio se queda aún más cerca: en lo que nos conecta con las personas y las cosas concretas de nuestra vida, esas que experimentamos y que forman los escenarios de nuestra existencia única, esa vida frágil, a menudo dolorosa y siempre corta. Lo que nos interesa está aquí, al lado, y por eso la presencia es lo más urgente, pero una presencia que resulte a la vez lo más gozosa posible.
Parece haber personas especialmente hábiles en ese arte de vivir. Yo no soy una de ellas, desde luego. Si lo fuese, como argumenta Comte-Sponville, no me vería obligado a pensar: me bastaría con vivir, y dichosos los que pueden hacerlo sin tener que hacer otra cosa. Hesse habló de ello en una hermosa historia: Narciso, el intelectual, el dogmático, el institucional; frente a Goldmundo, el vital, el dotado de una sabiduría natural, que no necesita pensamiento ni palabras sino desplegarse en la propia vida: este era su preferido. Cuanto más pura la vida, cuando más pegada al suelo y embebida de sí misma, mucho mejor.

Para los que no poseemos ese don y pasamos la vida buscando, he aquí una posible clave: ahondar en la topografía correcta de las cosas, atenernos a lo oportuno, evitar lo que está fuera de lugar. Sufriremos, sin duda, pero quizá no más allá de lo justo. No se trata de conformismo, sino de consciencia. Para que la creatividad sea fecunda, debe conocer bien los materiales con los que trabaja y lo que pueden ofrecerle. El arte de vivir tal vez resida en eso: en acercarse lo bastante a la piedra para, igual que Miguel Ángel, concebir la escultura que pide salir de ella.
No se me escapa que la idea de “estar las cosas en su sitio” es peligrosa. ¿Quién decide cuál es “el sitio”? En las relaciones humanas, definir sitios es una función del poder. El más poderoso —el más fuerte, el más rico, el más culto, el más astuto, el más agresivo— acapara los lugares privilegiados. La cultura —generalmente urdida para reafirmar las relaciones de poder establecidas—, echando mano de la educación, nos alecciona acerca de cuál es nuestro “sitio”, y sobre todo nos enseña a aceptarlo. Rebelarse es cuestionar esas estructuras establecidas, es aspirar al trastocamiento de un orden que decidimos no permitir que se nos imponga.
La noción de cuál es el sitio adecuado, el juicio de cuándo las cosas están bien colocadas y cuándo están fuera de lugar, no tiene una referencia natural: solo puede ir definiéndose a través del criterio propio y, entre las personas, mediante la negociación o el conflicto. En definitiva, es un poso que va dejando la experiencia, con sus lecciones de placer y dolor. La topografía acertada se esculpe con tacto. Cada cual con el suyo. Y nunca está acabada, como tampoco lo está el mundo que intenta cartografiar, ni el propio observador que bosqueja los mapas. El mapa se traza mientras se recorre el territorio: se hace camino al andar. Topografía que fluye: buen viaje.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Conversación

Los espartanos consideraban que se habla demasiado, y por eso, antes de abrir la boca, procuraban asegurarse de que lo que iban a decir valía la pena, aportaría algo nuevo y no haría a nadie un daño innecesario. Debían ser un pueblo muy silencioso, y su gusto por la brevedad explica que hayamos incorporado su gentilicio «lacónico» como sinónimo de concisión. Es cierto que solemos hablar de más, pero hacerlo tiene un sentido social que escapa a la austeridad de aquel pueblo de adustos guerreros. Por paradójico que parezca, normalmente no conversamos para transmitir información. Necesitamos hablar porque es nuestra manera de encontrarnos, de estar juntos, de sentirnos unidos. Cierto que lo que nos entrelaza es frágil: meros mensajes, a menudo banales, muchas veces inapropiados. Sin embargo, por frágil que sea, cumple su función primordial de vínculo. Además, hay que respetar las palabras, incluso las más triviales, porque el verbo es más fuerte que nosotros, porque nos trasciende y nos ...