La surtida industria de la realización personal nos ofrece todo tipo de métodos para alcanzar la serenidad, la felicidad o como quiera que se llame a una vida satisfactoria. Cada uno de esos procedimientos, obviamente, se nos vende como el mejor: el más sencillo, el más directo, el más eficaz… Con esa esperanza los adquirimos, uno tras otro, como antiguamente se compraban los crecepelos o los remedios milagrosos en los carromatos de las ferias.
Entusiasmados, abrimos el libro o asistimos a la charla donde quizá encontremos, por fin, esa clave que tanto hemos buscado. Sin embargo, suele pasar que, después de la emoción de las primeras páginas (o sesiones), uno descubre que el método no resulta ni tan inmediato, ni tan simple, ni tan efectivo como se prometía. La tarea es más ardua de lo que pensábamos, y el resultado más incierto.
Como avezado miembro del pelotón de los inadaptados, yo dediqué buena parte de mi juventud a la búsqueda de la piedra filosofal. Convencido de que tenía que estar esperándome, que solo se trataba de tener la suerte de visitar su recóndito templo, me dediqué en cuerpo y alma a escudriñar todos los recovecos en los que pudiera guarecerse. Me entregué fervientemente a la religión, escuché un sinnúmero de orientaciones y consejos, deambulé por la jungla de las supuestas sabidurías, practiqué disciplinas y asistí a ceremonias…
Hubo aproximaciones felices, pero la meta siempre quedaba más allá. Por devoción que dedicara a cada noviciado, siempre acabé por topar con el muro de mis limitaciones: el escepticismo, la pereza, el hastío… Mi búsqueda frenética se parecía más a una huida, y, como suele decirse, a fuerza de buscar no encontraba. En definitiva, el problema no parecía ser ni la inspiración ni el método; el problema era yo: es sabido que «si el hombre erróneo usa el medio correcto, el medio correcto actúa erróneamente».
No me arrepiento de aquellos años de vagabundaje. Como todas las travesías, fueron divertidos y amenos, me llevaron a lugares curiosos y me enseñaron mucho sobre los demás y sobre mí mismo. ¿Cómo sospechar lo tonto que puede llegar a ser uno, si no hace unas cuantas tonterías? Y, ¿cómo comprender la necedad ajena, si no se explora la propia? Claro que, si hubiese actuado con mayor prudencia, podía haberme ahorrado muchos tropiezos y más de una calamidad: todo habría podido resultar más fácil y más placentero, y así lo fue para otros que demostraron aventajarme en sesera. Pero, en fin, cada cual tiene que recorrer su propio camino, y no hay nada más personal ni más entrañable que los errores.
Así que he vuelto a mí, a este pobre y atolondrado ignorante, fiel a la consigna griega de atender al conocimiento de uno mismo. Y ahora que, veterano cansado de extravagantes contiendas, me dedico a cuidar de mi propio jardín, he encontrado en la trastienda de mi casa mucho de aquello que pensaba que tenía que ser lejano y difícil.
Y me pregunto si aquella realización que buscaba, en realidad, no quedaría tan cerca que me pasaba desapercibida. Ahora me parece que, más que un método u otro, lo que importa es optar por uno y dedicarle celo y perseverancia, entregarse a él con la seriedad, la firmeza y el contento que dedicaríamos a cualquier cosa que apreciáramos de verdad. Lo que cuenta no es el medio, sino la persona: ser el loco que persiste hasta que se convierte en sabio, vivir cada día como si fuese el último. En ese compromiso, en esa intensidad, uno descubre que no hacen falta grandes viajes, porque ya está en casa.
Interesante reflexión amigo mío. Y muy esperanzadora, pues la base y la energía para toda mejoría, se encuentra en uno mismo.
ResponderEliminarGracias, querido amigo. Qué te voy a contar a ti del valor de volver a casa.
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