Sartre propone una moral
autónoma, sin trascendencias ni códigos a priori, construida desde la responsabilidad
y la autenticidad. ¿Por qué habría de ser bueno lo verdadero? Porque solo en la
verdad el hombre realiza su naturaleza, que es la libertad; solo allí es él mismo
y decide sin subterfugios.
Las excusas y las
imposturas nos hacen menos libres, nos esconden de nuestro destino, que nos convoca
a elegir responsablemente. Hacen que nuestra vida sea menos nuestra. ¿Realmente
será peor por ello? Al fin y al cabo, en la verdad expuesta hace mucho frío; la
falsedad nos cobija de nuestras impotencias entre sus mantos imaginarios. Sin
embargo, a la larga se trata de un abrigo equívoco: puede que la verdad nos deje
al descubierto, pero el encubrimiento mentiroso nos traiciona al primer golpe
de viento. Además, entretanto, nos somete a su tiranía: somos esclavos de
nuestras falsedades, porque hay que apuntalarlas, porque una lleva a otra,
porque una vez establecidas les pertenecemos. En cambio, la verdad se sostiene
por sí misma, y no nos pide más que el valor de afrontarla.
El que vive al abrigo de la excusa se disminuye, erosiona su conatus, su fuerza vital. Cuando se empieza a huir, ya solo se puede seguir huyendo, y un hombre en retirada vive en una angustiosa ausencia de sí mismo. No hay realización sin autenticidad: debo ser yo el que se realiza, no un impostor.
La libertad, por
consiguiente, no es solo un imperativo moral: es también una necesidad
existencial. No parece extraño que a veces seamos capaces de las luchas más
enconadas contra quienes pretenden arrebatárnosla. Sin embargo, cuando la
alcanzamos nos da miedo y somos nosotros los que imploramos que se nos imponga
algo. Y así pasamos la vida: reclamando nuestra libertad y conspirando contra
ella.
Un caso de esa
vacilación que siempre me ha asombrado es el final de una relación amorosa.
Algo en nosotros sabe que ya no hay vuelta atrás, que todo está perdido y lo
coherente resultaría despedirse y partir. Sin embargo, titubeamos: nos carcome
el riesgo de perder demasiado por una mala decisión, nos abruma la responsabilidad.
No queremos sentirnos culpables del dolor del otro; pero sobre todo no queremos
ser los que se equivocan, los que malogran por torpeza o maldad una oportunidad
quizás irrepetible.
Entonces empieza una etapa tremendamente dolorosa, en la que cada uno procura empujar al otro para que sea el que decide, hacer que el otro se harte y tome la iniciativa; o acabe por hacernos tanto daño que ya no quepa justificación para no rechazarle. No soportamos separarnos desde el amor: por eso azuzamos todo aquello que puede alimentar el odio. Hasta que la decepción es lo bastante grande, el resentimiento lo bastante enconado, y parece que la relación se quiebra por sí misma, o al menos no por nuestra culpa.
Los que no saben
amarse, lamentablemente, acaban a menudo por odiarse. Solo así encuentran la
coartada para el alejamiento. Pero al urdir el pretexto, renunciando a asumir
su responsabilidad, se esconden tras la mentira y se escatiman la propia
libertad. Su vida queda encogida, su fuerza interior debilitada. Al
traicionarse, al huir, se convierten en prófugos de su propio destino: el
destino que correspondería a la persona que no se engaña, que reside en el
coraje de elegir, con todas las consecuencias.
Solo el que se asume como responsable aprende y se realiza. Solo el que es conscientemente libre crece y se siente seguro en sí mismo. Todas las emancipaciones se resumen en sustituir “Me vi obligado a…” por “Elegí…”
Solo el que se asume como responsable aprende y se realiza. Solo el que es conscientemente libre crece y se siente seguro en sí mismo. Todas las emancipaciones se resumen en sustituir “Me vi obligado a…” por “Elegí…”
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