Viktor Frankl sostenía que una de las necesidades más hondas de las personas es que su vida tenga sentido. Llegó a esa conclusión cuando, en medio del horror del campo de concentración, comprobó que quienes sobrevivían eran los que tenían alguna razón para hacerlo, un objetivo que tiraba de ellos más allá de las alambradas.
Se diría que lo único que nos da fuerzas e impulso para la penosa tarea de vivir es creer que lo hacemos por algo, o para algo. Esto me recuerda el estremecedor comentario de uno de los supervivientes del avión de los Andes, que aseguró que, en aquellas circunstancias extremas, la diferencia entre la vida y la muerte la marcaban las ganas de vivir.
Nuestras atribuciones de sentido son, obviamente, antropocéntricas. Nada en el resto del universo lo necesita (si acaso, otros seres conscientes). Solo a nosotros no nos basta con existir, sino que aspiramos a dar cuenta de esa existencia. En tanto que individuos, estamos empeñados en concebir nuestro sentido. O más bien ganarlo, entre los otros: queremos ser significativos. Que alguien nos rescate como sea de la masa y del anonimato, que alguien nos distinga ―es decir, no nos confunda―, que alguien nos vea. Aquí se trasluce nuestro irredento talante social.
La mayor fuente de sentido ―de la vida para el individuo, del individuo para la vida― es sin duda el amor. Ser amado nos hace importantes; amar nos señala lo importante. Nos gusta creer que nacimos para amar a quien amamos, y para ser amados por quienes nos aman: lo demás son anécdotas más bien impersonales. Amar es mejor: quien es amado cuenta con un gran consuelo, pero quien ama no lo necesita.
¿Podemos esforzarnos por amar, amar deliberadamente porque es bueno y necesario, amar por pura determinación? Probablemente no, el amor no es un acto sino que nos sucede, así que hay que dejar que el amor despierte por su cuenta en los misteriosos rincones del corazón, más allá de las fronteras de la voluntad. Quizás tengamos muy poco que hacer con el amor, y todo lo que nos quede sea ponernos de su parte cuando acontece ―pues también el amor se puede sufrir: “déjame en paz, amor tirano”―. Si la convicción ayuda es porque invita al significado, porque al menos lo completa, porque se parece al amor y prepara lo que el amor hace por nosotros.
Pero no siempre amamos, o amamos mal, o no amamos lo bastante, y entonces, por suerte, podemos echar mano de otras fuentes de significado. La religión y la magia inventan hermosos ―y también terribles, pero en cualquier caso poderosos― sueños de sentido en los que podemos sumergir la vida entera ―y la nostalgia de otras, puesto que la imaginación no tiene límite―. El significado de lo mágico es total en sí mismo, viene a ser la recreación de aquella omnipotencia que nos hacía sentir tan decisivos, tan a salvo, en la infancia. El que cree ya no necesita evocar ningún otro sentido, salvo rehacer una y otra vez su creencia.
Y hay más oportunidades para vislumbrar el significado: los sucedáneos del amor, los que nos procuran algún tipo de estima entre los demás. La admiración, la fama, la gratitud, incluso la riqueza, son manantiales de ese sentido vicario que nos hace las veces del amor, cuando no lo tenemos, o cuando no nos basta. Por eso competimos por ser admirados, por eso procuramos que nuestros actos ganen la gratitud de los demás. Queremos ser “buenos” para que alguien nos deba algo: para que se nos admire, para que se nos respete, para que se nos aprecie y se nos saque del anonimato; en definitiva, para que casi se nos ame, y el sentido, al menos, se insinúe.
Comentarios
Publicar un comentario