Llega un momento en la vida en
que el sentimiento trágico debería dar paso al cómico. Dejar de tomar tan a
pecho lo que hacemos y lo que nos hacen, y atenernos a lo que está dentro de
nuestras posibilidades y lo que no hay más remedio que aceptar. Asumir que el teatro humano tiene más de sainete
que de drama, que en todos anidan la neurosis y la estupidez, que nos abruman
devaneos más bien ridículos y triviales.
Todos estamos
bastante locos y somos más bien tontos: el milagro consiste en que, a pesar de
todo, logremos sobrellevarlo con una dignidad a menudo espléndida, que tengamos
tantos detalles éticos y poéticos; que nuestros impactos mutuos, aun
consistiendo en una permanente lucha, ofrezcan siempre algún reducto para la
bondad y el amor. La edad bien aprovechada puede inspirarnos ese punto de vista
cauto y al mismo tiempo entregado, desengañado y a la vez tierno, que convierte
el ruido y la furia en serena magnanimidad, la amargura en sosiego y alegría.
¿Cómo se hace eso? A fuerza de lucidez y cansancio. Lucidez, por ejemplo, del budismo, que nos recuerda que todos ansiamos medrar y sin embargo (o quizá por eso) estamos abocados al sufrimiento y a la pérdida. El dolor y la muerte nos igualan en el límite, nos acercan en una común vulnerabilidad. Nada nos hermana con más fuerza que el miedo, nada engendra más solidaridad que la tristeza. Saber que nuestra vida es absurda ayuda a relativizar sus molestias. La parábola de Schopenhauer, que nos compara con erizos rodeados de púas, puede leerse en las dos direcciones: si el anhelo de calor que nos amontona también hace que nos pinchemos unos a otros, bien vale esa herida la dulzura del calor. Si, como concluía amargamente Sartre, el infierno son los otros, podemos irisar ese amargor con algo de dulzura si admitimos que, sin los otros, tampoco hay ningún cielo que valga la pena.
¿Y el cansancio?
Pues ese es uno de los mejores dones de la edad. Como toda bendición, implica
una pérdida: la fuerza de la juventud, que puede con todo, a la que le queda
todo por delante, decae y nos abandona. Siempre evocaremos con cierta melancolía
aquella vitalidad heroica, aquel derroche bellísimo que ahora se nos escapa a
cada paso. Pero la fatiga nos ayuda a distinguir entre lo importante y lo
fútil, y hay mucho de futilidad en la soberbia ignorancia juvenil. Ya podemos
reírnos de la vanidad de nuestros escándalos, de la pretenciosidad de nuestros
sueños angustiosos, del delirio de nuestras arremetidas contra molinos. Y, si
de veras somos un poco sabios, nos reiremos de todo ello con ternura, como
hacemos con las ocurrencias de los niños. Hay mucha belleza necesaria en cualquier
pasión, por ilusa que sea.
Lúcidos y cansados, tal vez sepamos llenar el corazón de gratitud y reconocimiento, y mirarnos y mirar a los otros con esa compasión (magnánima, no altiva ni cínica) que propugnan los budistas. Una compasión afectuosa y delicada que nos cura de batallas y nos permite abrirnos sin prevenciones. ¿Qué nos puede pasar? Lo más amenazante, que es la derrota, se va perfilando como un destino ineludible: mejor afrontarlo con una sonrisa, como hacía Montaigne. Es la carcajada de Demócrito, de Epicuro, de Hesse en su Lobo estepario o de Monty Python al final de su Vida de Bryan: “la última carcajada es para ti”. Desearemos igual, pero ya sin el punzante anhelo. Sufriremos igual, pero al menos no sufriremos por sufrir. La madurez nos regala entradas para la comedia, mientras dejamos, como decía el viejo Stryke, que lo secundario, que es casi todo, se lo lleve el viento.
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