En esta expedición a ninguna parte que es la vida, parece que hubiese, en esencia, dos caminos. O, si se quiere, dos maneras de caminar, de encarar la aventura del mundo. Está la vía heroica, llena de ruido y furia, del que lucha; y está la vía apartada y silenciosa del que se recoge, del que peregrina sin aspavientos por las sendas recónditas. Dos caminos quizá complementarios, pero también pudiera ser que contradictorios, excluyentes, y entre los cuales, entonces, habría que elegir.
El camino positivo, convocando nuestras fuerzas y plantando cara para abrirse paso, lleva a promover directamente lo que deseamos: cambiar cosas, empujar peñascos, hincar el arado, empuñar la espada; golpear con fuerza en el espinazo de la existencia. Es el trabajo del héroe, es la historia grandiosa de las batallas y las conquistas. Se basa en el esfuerzo y la voluntad, tiene relación con el yang taoísta, con la luz, con la lanza, con el impulso arrollador de Aquiles y el ingenio creador de Ulises frente a las murallas de Troya. Es la búsqueda del Grial, desafiando enemigos y desatando guerras con tal de llegar algo más lejos, plus ultra. Es la vía épica que nos hechiza en Tolkien. Son las batallas de los ejércitos de Rohan y Gondor; se personifica en las figuras de Gandalf, el mago que conjura las fuerzas ancestrales, y de Aragorn, el nuevo rey que regresa del exilio para aunar un mundo disgregado.
El otro camino, en cambio, es indirecto, y discurre por las sombras de las regiones sin nombre. Es el peregrinaje íntimo y silencioso, basado en la paciencia y la perseverancia, que avanza también, pero dando un rodeo por las profundidades interiores. Aspira a desprenderse del mal, más a que fundar el bien. Es la tarea de Frodo y Sam, en compañía de Gollum (“la Sombra”, lo que rechazamos pero también nos pertenece), que no intenta conquistar, sino adentrarse cada vez más en las tinieblas para que engullan un poder que se les escapó y anda suelto por la tierra. Es el camino del desprendimiento, la anulación, el desmoronamiento de las viejas ruinas. Es el estado yin: transigir, dejarse vencer, renunciar, entregar, aceptar, en definitiva sucumbir para redimirse.
¿En qué debemos concentrarnos? ¿Qué hay que priorizar? El héroe se carga de pertrechos y recursos, el antihéroe se desprende de ellos. El héroe acumula posesiones, el antihéroe se deshace de ellas. El santo cristiano es heroico y lucha contra el pecado para domeñarlo. El eremita zen deja correr el alma como las aguas de un arroyo. Los dos tienen razón, pero, ¿qué modelo seguir? La vejez y la muerte nos conducen a la caída, pero mientras estamos vivos hemos de esforzarnos en nuestras misiones, se nos llama a la lucha y la conquista. ¿Qué es lo mejor? ¿Transigir o contrariar? ¿Ceder o asaltar? ¿Insistir o retirarse? ¿Plantar cara o doblegarse?
En El Señor de los anillos, ambos caminos se complementan. En el Tao también. Quizás hagan falta ambas cosas a la vez. O bien cada una tenga su ocasión, y haya momentos para actuar y momentos para transigir, como decía el Eclesiastés: “Hay un tiempo para buscar y un tiempo para perder; un tiempo para guardar y un tiempo para desechar”. Sabiduría es distinguir el argumento del tiempo que habitamos. Atolondrados y desatentos, a menudo hablamos de más; timoratos y perezosos, actuamos de menos. Vivir es una danza, en la que a veces nos corresponde la iniciativa de nuestros pasos, y en otras tenemos que dejarnos llevar. El resultado puede ser la armonía y el arte, o el tropiezo y el desbarajuste. Hay que saber cuándo corresponde una cosa u otra, hay que ir y venir entre ambas sin quebranto. ¡Dichosos los maestros en esa danza!
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