Tenía razón Buda al señalar el apego como origen último de todo sufrimiento mental. Traducimos los deseos en expectativas y anhelos, y entonces nos aferramos a ellos, empeñamos en su realización nuestro bienestar. Tal vez en el fondo sepamos que no es cierto, tal vez solo se trate de una ilusión, pero así se asienta nuestra convicción.
Y de esa manera nos abocamos al padecimiento. Sufrimos de antemano (porque esperamos con temor de no obtener, porque insistimos obsesivamente, porque centramos todo nuestro esfuerzo en persecuciones a menudo quiméricas); sufrimos mientras poseemos, en lugar de disfrutar (porque nos angustia el temor a la pérdida, porque nos decepciona que las cosas no sean como esperábamos) y sufrimos cuando las cosas se acaban (porque no nos basta haberlas disfrutado, nos obcecamos en su duración; o bien porque nos dejan exhaustos, después de la tristeza y la lucha). Y, en los tres casos, nos sentimos responsables del triunfo o el fracaso: responsables de conseguir (debemos alcanzar lo perseguido para demostrar nuestra valía), responsables de conservar (debemos permanecer ansiosamente atentos al cuidado del logro), responsables al perder (porque es la definitiva demostración de que no fuimos merecedores de esa supuesta felicidad).
Buda, con una lógica implacable, nos propone el remedio a todo ese dolor, en su mayor parte exagerado e inútil: el desapego. Desapego no es evitar desear —¿cómo podríamos evitarlo, si, como postulaba Spinoza, es la esencia de nuestra naturaleza?—, sino desear sin desesperación (o, como diría Comte-Sponville, sin esperanza). Desapego es contar con que luchar resulta casi siempre necesario pero nunca suficiente, que la insistencia solo tiene sentido hasta un cierto punto razonable y que, en cualquier caso, no implica garantía: en última instancia, conseguir lo deseado casi nunca está en nuestras manos. Porque no lo controlamos todo, de hecho controlamos muy poco. Desapego es asumir que el mundo es demasiado complejo para que pretendamos regirlo siempre y en todo, y demasiado simple para colmar nuestra complejidad.
Epicteto ya lo enseñaba: pocas cosas están en nuestras manos. No tiene sentido aferrarse a ellas, y hacerlo es una vía directa al sufrimiento, pues lo que no depende de nosotros seguirá su propia ruta al margen de nuestra pretensión. No somos responsables de lo que sucede, ni siquiera de lo que sentimos ante ello, sino, como nos recordaría Sartre, solo de lo que hacemos. «El hombre es lo que hace con lo que otros han hecho de él». Somos responsables de elegir actuar o no hacerlo, y que nuestras acciones sean unas u otras, y que nuestra conducta se ajuste a una ética. En cierto modo (nunca está claro hasta qué punto) somos responsables de comportarnos de un modo más valiente o cobarde, perspicaz o torpe, acertado o infructuoso. Pero el resultado final, lo que acabe ocurriendo, cómo se desarrolle el curso de las cosas, no depende solo de nosotros: somos solo un factor más entre multitud de factores, una intención en medio de azares y accidentes, una voluntad inmersa en un océano inabarcable de voluntades.
Así que nuestra vida es un asunto menos personal de lo que nos empeñamos en creer. A veces sucede lo que queremos, y muchas otras veces no. Hay quien lo llama misterio, e incluso lo atribuye a otras voluntades superiores; no hace falta tanta metafísica: las causas son tan complejas, los azares tan innumerables, que hemos de admitir la insignificancia de nuestro poder. El desapego es esa lucidez que acepta cuánto, mal que nos pese, escapa a nuestras manos.
Estupendo artículo amigo mío. Te mejoras cada día, y eso, sí depende de ti. ¿Acaso no te otorga eso un gran poder?
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con todo lo que comentas y me parece muy acertado. Aunque "la insignificancia de nuestro poder" me hace dudar algo más. Me refiero a que casi todo lo que nos ocurre depende mucho más de nosotros mismos de lo que muchas veces nos cuesta reconocer. Si bien lo que hay en un determinado camino no depende de nosotros, escoger ese camino sí ha sido cosa nuestra.
Es verdad que entraríamos entonces en el profundo dilema: ¿Realmente escogemos las cosas que hacemos?
Yo creo que sí, aunque seguro que hay argumentos que me llevarían a pensar lo contrario.
Sí, con eso de la insignificancia no pretendía ni rebajar la responsabilidad ni reducirnos a la impotencia. Todo lo contrario. Solo resaltar que tenemos límites, y de paso llevarles la contraria a esas creencias simplistas que en que basta con desear algo con la suficiente fuerza para convertirlo en realidad. Lo improbable es difícil, lo difícil requiere trabajo duro y a menudo sin garantía. Quien ha luchado por algo valioso lo sabe.
EliminarTotalmente de acuerdo.
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