Queda claro que, como dice Comte-Sponville, “toda virtud es valor”: hace falta mucho valor para anteponer lo correcto a lo fácil o a lo apetecible. También para soportar las decepciones y los fastidios que nos provocamos unos a otros constantemente, y a los que la virtud debe sobreponerse vindicando el amor y la compasión: “Sin valor, uno no podría resistir lo peor en uno mismo o en el otro”.
Sartre afirmó con una contundencia insuperable: “El infierno son los otros”. En realidad, se quedó corto, porque el infierno siempre empieza dentro, en nuestras debilidades y contradicciones, en nuestras perversidades y caprichos: ahí residen los principales desafíos a la virtud. Pero todo eso cobra dramatismo porque no estamos solos. No hay, pues, convivencia sin valor, es decir: sin voluntad, sin entereza, sin paciencia, sin magnanimidad. Resistir, en efecto y sobre todo, pero también crear, proponer, insistir, poner imaginación y buen humor donde podrían hundirnos el hastío y la amargura.
La convivencia da tanto trabajo que toda ella es un acto de heroísmo. Cierto que nos compensa aportando contención y abrigo, pero eso nunca es suficiente, al menos para la mayoría, como demuestra la fragilidad de la pareja. No solo somos, actualmente, más individualistas: tenemos recursos para permitírnoslo (cosa que no hace tanto no pasaba); eso nos hace, sin duda, menos pacientes y más exigentes. Hace falta una valentía extra para apuntalar lo que sería tan fácil romper; en buena parte, nos frenan los desafíos de la ruptura y la soledad, donde tenemos que afrontar “lo peor de nosotros mismos” sin el apoyo ni la distracción del otro.
Existe, pues, el infierno de la soledad, que parece más llevadero pero no siempre lo es. Seguimos siendo, en esencia, animales gregarios. Quizá por eso el solitario muestra casi siempre un aire triste y desconcertado. Un aspecto de fallido o inacabado, incluso extravagante y sospechoso. Pocas soledades tienen la imaginación y el valor de hacerse creativas y alegres, de no sufrir ―al menos demasiado― a causa del continuo requerimiento de intimidad con el que presionan la sociedad, desde fuera, y nuestros propios anhelos.
Así que la vida es difícil, en todos los casos. Solos o acompañados, trabajando o descansando, hay que permanecer valientes para ponerle ganas y arte, para seguir el consejo de Spinoza: comportarnos bien y disfrutar. “Mantenerse alegre”, reclama Spinoza de nuestra valentía, y no es ninguna banalidad. Para el maestro holandés, la alegría iba mucho más allá de la mera risa o la sensación de optimismo: era un acopio de fuerza, una especie de armonía con todo lo que nos alienta y nos afirma. Muchas cosas conspiran contra nosotros, y algunas, como la pereza o el desánimo, las llevamos dentro. Para hacerles frente hay que entenderlas y no permitir que nos dominen, y eso requiere lucidez y valor. La alegría no es el punto de meta, sino el de partida; es la obstinación en apartar todo aquello que redundaría en nuestra tristeza.
Vivir es resistir, decíamos, y de eso nos enseñaron mucho los estoicos y los escépticos, pero no basta con resistir: también hay que crear, hay que inventar, hay que conquistar. Los contratiempos, vistos así, son oportunidades que nos ponen a prueba y nos animan a explorar lo nuevo. ¿Por qué habríamos de renegar de ellos, por qué limitarnos a que nos infundan tristeza? La alegría de Spinoza es la sabiduría, y sobre todo el valor, de aquello que aumenta nuestra potencia. Todo, pues, requiere valor; todo es una oportunidad para la alegría. Esa es la única convicción indispensable.
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