Ir al contenido principal

Voluntad

A veces la voluntad anda robusta, y aguanta bien los embates de la facticidad; otras le invade la flojera, y cada paso se le hace un mundo. Hay voluntades recias, que se crecen al medirse con los bretes, y otras con poco fondo, que se resignan y se rinden fácilmente.


No está mal rendirse: nos recuerda nuestra vulnerabilidad y que, en definitiva, vivir es perder. Pero somos criaturas del proyecto y del intento: ¿qué sentido tendría labrar un criterio de lo bueno si no fuera para bogar hacia esa costa, aun con el viento en contra? No basta con la motivación: es demasiado frágil y mudable; a veces, incluso, nos pone trabas: porque somos perezosos, porque preferimos la satisfacción inmediata a la incertidumbre de los largos plazos, porque no están de nuestra parte los hábitos personales o las costumbres colectivas. Porque, en fin, también hay dentro de nosotros personajes que se resisten y quieren otras cosas. Nada valioso y difícil, entonces, puede lograrse sin voluntad, que es la fuerza de la convicción, la aliada de las decisiones. 
El mundo conspira contra la voluntad: basta moverse para notar la dureza del aire. Parte de nosotros, también: somos contradictorios, ¿cómo no van a serlo nuestros deseos? Entonces, ¿cómo apuntalarla? ¿Cómo alinear con ella las fuerzas que podamos convocar a su favor? ¿Cómo hacer acopio de bríos para la debilidad y provisiones para los malos tiempos? 

Por suerte no estamos solos, y seguramente los mejores aliados de nuestra voluntad son los que nos quieren. Su afecto es la afirmación de nuestra valía, esa de la que, en el fondo, nunca estamos del todo seguros. A veces no hace falta tenerlos al lado: basta con saber que podríamos tenerlos, contar con su existencia para poder evocarla y decirnos: “Hay en el mundo alguien que me espera, o que se alegraría de verme”. La alegría, en efecto. Como le diría el zorro al Principito, todos somos iguales, uno entre muchos; pero para algunos somos especiales, algunos se sienten felices por el hecho de que existamos, y se acuerdan de nosotros cuando algo en el mundo nos evoca. Todo se resume en el amor: en amar, porque nos derrama más allá de nuestras exiguas fronteras; y en ser amados, porque recibimos con festejos a los emisarios de allende cargados de regalos de afecto. 
La voluntad empieza, pues, por no estar solos, y para eso hay que dejar la puerta abierta. Y, no obstante, en definitiva estamos solos. Ni siquiera el amor nos salva de nuestra imagen en el espejo, ni, sobre todo, del hecho ineludible de hacernos a nosotros mismos. Cada cual va en su barca y lleva su timón. Cada cual, además, debe remar por sí mismo. No tenemos más remedio, pero tampoco lo queremos de otra manera: si no soy yo el que avanza, si no soy yo el que decide, ¿qué soy yo? Necesito sentir mi tensión para sentirme existir; necesito mi voluntad. Es ahí, sin remedio, donde estamos solos. 

Y lo que cuenta entonces es cómo nos hablamos internamente, si tenemos de nuestro lado todas las almas. Hay que seducir a nuestros escépticos con el buen criterio de la decisión, y a nuestros holgazanes con la entereza. Hay que persuadir a nuestros vacilantes, repitiéndoles lo que queremos como si no hubiera margen para la duda. A veces se conquista, también a nuestra mente, solo porque perseveramos e insistimos. Visualizar es un buen principio, porque nuestra mente comercia con imágenes. Pero el corazón quiere conmoverse: nada nos da más fuerzas que despertar entusiasmos. 
Herramientas de la voluntad: no para hacer siempre lo que queremos, sino para procurar no caer en lo que no queremos.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...