Ir al contenido principal

Lo humano y lo mejor

Dicen que cuando las cosas vienen mal dadas es cuando se conoce de veras a la gente. No estoy seguro de ello: todos tenemos muchas caras, además cambiantes; hemos de vernos en diversas circunstancias para conocernos un poco, y siempre de modo provisional. Las dificultades solo sacan de nosotros una parte más: a veces, si somos capaces de mantener el control, tal vez salga lo mejor; pero si puede el pánico, probablemente se desatará nuestra faceta más desesperada.


Ambas posibilidades —lo mejor y lo peor—, sin embargo, es cierto que tienen algo en común: corresponden a aspectos que de ordinario permanecen ocultos, que de algún modo contradicen la imagen que procuramos dar. Las circunstancias excepcionales, por consiguiente, tienen la virtud de desnudarnos incluso ante nosotros mismos, de revelar lo que también en nosotros es excepcional.

Tal vez resulte que somos capaces de soportar lo inconcebible. ¡Cuántas veces pensamos: “Si me llegan a decir que pasaría por esto…”! Comprobamos entonces que el ser humano está hecho para aguantar, incluso en circunstancias que desde fuera nos parecería que seguir adelante no vale la pena, que habría que darlo todo por perdido y dejar de luchar. Los supervivientes del avión uruguayo que se estrelló en los Andes en 1972, con sus más de dos meses en las cumbres y recurriendo incluso a la antropofagia, nos brindan un ejemplo espeluznante y admirable de tenacidad: ¿quién de ellos lo habría concebido antes de verse ante el dilema arcaico, brutal, de tener que elegir entre la vida (aunque improbable) o la muerte (casi segura)?
En esos enclaves extraordinarios de la lucha por la vida, en cambio, otros tal vez se rendirían antes de lo que hubieran creído, o pelearían entre ellos como alimañas por los recursos escasos, o serían incapaces, abrumados por la desesperación, de mantener la sangre fría y calcular las mejores posibilidades de supervivencia. Honestamente, nadie sabe qué hará en tales situaciones hasta que no se encuentra en ellas, y por eso todos alentamos la esperanza de no tener que afrontarlas nunca.

En cualquier caso, va quedando claro que lo excepcional puede sacar de nosotros lo mejor y lo peor, lo más admirable o lo más rastrero, y que sea una cosa u otra no depende solo de nuestra naturaleza. No todos los héroes lo son por vocación, como se muestra con perspicaz humor en la película Héroe por accidente. A veces la diferencia entre mantenernos firmes o naufragar depende de la evocación súbita de un recuerdo, del despertar imprevisto de un sentimiento, de la salud del cuerpo o la entereza del ánimo, del refugio de una creencia o el amor que nos obliga a persistir para poder proteger a quien amamos. Es fácil perder la compostura, y entonces casi todos resultamos muy poco admirables. Según cuentan, durante el rescate del avión uruguayo no todos los supervivientes cabían en los helicópteros, y a algunos de los que les tocaba esperar turno hubo que bajarlos por la fuerza: habían aguantado 72 días, pero les aterrorizaba pasar en aquel escenario una sola noche más.
¿Es más auténticamente nuestro, más definitorio de lo que somos, aquello que procuramos contener y que surge espontáneamente al bajar la guardia? En cierto modo, sí: se trata de ese sustrato que yace más allá de nuestra voluntad, y por tanto del disimulo y la afectación.
Sin embargo, eso mismo es lo que lo hace un poco “inhumano”. Porque la humanidad reside en el proyecto, en el ejercicio de la voluntad, en el esfuerzo por convertirnos en lo que queremos ser: lo que Sartre llamaba el ser para sí. ¿Acaso no habría que considerar eso más propio, más definitorio, más verdadero, en tanto que estrictamente humano? Por otra parte, como hemos visto y comprobamos a menudo, lo que escapa a nuestro control es tan frágil y voluble como el control mismo: la línea que separa el heroísmo de la cobardía es casi siempre extremadamente tenue, en cierto modo fortuita. Un leve empujón, una respuesta dada al azar, puede comprometernos hacia un lado o hacia el otro, y a partir de ahí se trata solo de caer e ir consolidándose, como las bolas de nieve. ¿Hasta qué punto, y sobre todo en situaciones extremas, fuimos nosotros los que decidimos, o resultamos ser más bien un juguete de las circunstancias? ¿Hasta qué punto, entonces, se nos puede elogiar o achacar aquel comportamiento?

Tal vez se trate de contar con ambas dimensiones: lo voluntario y lo accidental, lo reflexivo y lo irracional, lo elaborado y lo innato; considerarlas complementarias y por tanto incompletas la una sin la otra. Variables, imprevisibles, aleatorias hasta cierto punto. Llevamos fuerzas dentro que son nosotros y a la vez no lo son, o que son un nosotros distinto, impensable, asombroso. Tal vez, aunque nos gustaría creer que estamos hechos de una pieza, lo que nos defina sea la complejidad, y debamos contar con una naturaleza multifacética y contradictoria. Hay quien lo ha reivindicado así: lo racional junto a lo irracional, el pensamiento entreverado con la emoción… Hermann Hesse, de ese modo un tanto esotérico que le caracterizaba, lo resumía en el dios gnóstico Abraxas en su novela Demian: una deidad que rige a la vez el bien y el mal, lo más elevado y lo más telúrico. Nietzsche hablaba del superhombre, que asume sus pasiones pero a la vez las domina. La voluntad, tan hermosa y precaria, teniéndoselas con el instinto, el Yo frente al Ello freudianos. La lucha íntima, siempre reavivada como el Ave Fénix, escribiendo a cada instante el destino humano.

Comentarios

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  3. Es un artículo interesante, preguntarnos por situaciones que no buscamos o qué generalmente le huimos. No estamos preparados para la sorpresa, para lo extraordinario, lo impredecible. Pretendemos tener el control de sí mismo y de lo que a futuro nos puede pasar. Sólo aceptamos lo anunciado y difícilmente reconocemos que no nos conocemos porque no estamos preparados para situaciones que no están en nuestro formato. Hechos que nos conducen a sacar lo mejor o lo peor de sí. Dónde decidir es una necesidad y una oportunidad, pero no hay marcha atrás. Aparece entonces la lucha entre la imaginación. la razón y la pasión para enfrentar el desafío. He ahí la novedad... espacio para entender que necesariamente no somos y que podemos llegar a ser.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Hola, Marcos, gracias por tu comentario!
      Coincido plenamente contigo en esa lectura de la complejidad humana entendida como lucha. "Lucha entre la imaginación, la razón y la pasión para enfrentar el desafío", así lo expresas, y así lo recojo como preciso desarrollo de lo que me esforzaba por transmitir en el artículo. En definitiva: renunciar a la vieja idea de la condición humana como algo estático, dado, acabado, discutiéndola desde las concepciones que consideran lo humano no solo complejo, sino ante todo dialéctico.
      En nuestros ratos serenos soñamos con un concepto manso de nosotros mismos, una especie de depósito de virtudes y defectos que ya estén consolidados en torno a nuestra idea del "yo". Conocerse a uno mismo consistiría únicamente en escarbar en esa especie de yacimiento para ir desvelando sus secretos. Sin embargo, para bien o para mal, nuestro yo no es un depósito, sino más bien aquel río del que hablaba Heráclito: algo que se va configurando sobre la marcha, en esa lucha (tomo tu imagen) con lo demás y con la multitud de lo propio. Conocerse a uno mismo, entonces, no sería tanto completar un modelo de sí (¡tarea imposible!) como tener el valor de acompañar el torbellino de lo que somos con los ojos bien abiertos y la mente liberada de prejuicios, dispuestos a maniobrar con lo que podamos encontrarnos. Algo para lo que nos hará falta, como dices, imaginación, razón y pasión; me atrevo a añadir: y mucho coraje.
      Te agradezco de nuevo la oportunidad de este intercambio. Un cordial saludo.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Presencia

Aunque se haya convertido en un tópico, tienen razón los que insisten en que el secreto de la serenidad es permanecer aquí y ahora. Y no tanto por eso que suele alegarse de que el pasado y el futuro son entelequias, y que solo existe el presente: tal consideración no es del todo cierta. El pasado revive en nosotros en la historia que nos ha hecho ser lo que somos; y el futuro es la diana hacia la que se proyecta esa historia que aún no ha acabado. No vivimos en un presente puro (ese sí que no existe: intentad encontrarlo, siempre se os escabullirá), sino en una especie de enclave que se difumina hacia atrás y hacia adelante. Esa turbia continuidad es lo que llamamos presente, y no hay manera de salir de ahí.  El pasado y el futuro, pues, son ámbitos significativos y cumplen bien su función, siempre que no se alejen demasiado. Se convierten en equívocos cuando abandonan el instante, cuando se despegan de él y pretenden adquirir entidad propia. Entonces compiten con el presente, lo avasa

Conceptos y símbolos

La filosofía es la obstinación del pensamiento frente a la opacidad del mundo. En el ejercicio de su tarea, provee a nuestra razón de artefactos, es decir, de nodos que articulan, compendiados, ciertos perímetros semánticos, dispositivos que nos permiten manejar estructuras de significado.  Cuando Platón nos propone el concepto de Forma o Idea, está condensando en él toda una manera de entender la realidad, es decir, toda una tesis metafísica, para que podamos aplicarla en conjunto en nuestra propia observación. Así, al usar el término estaremos movilizando en él, de una vez, una armazón entera de sentidos, lo cual nos simplifica el pensamiento y su expresión por medio del lenguaje. Al cuestionarme sobre lo existente, pensar en la Forma del Bien implicará analizar la posibilidad de que exista un Bien supremo, acabado, abstracto, y según el griego único real, frente a la multiplicidad de versiones del bien que puedo encontrar en el ámbito de las apariencias perceptuales.  De hecho, aqu

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado

Dogmatismos

La única condición razonablemente exigible a una idea, para tomarla en serio y darle una oportunidad, es que se pueda discrepar de ella. Que se abra a la discusión con honradez, y no nos niegue de entrada la posibilidad de tener razón al llevarle la contraria. No hace falta que se nos muestre dudosa o vacilante, ni que pida perdón, ni que se nos dirija con reticencia: tiene todo el derecho a pretenderse cierta; en realidad carecería de sentido sostenerla sin esa condición. Pero en la actitud con que se nos dirige debe haber, al menos, lo que Popper denominó posibilidad de falsación , es decir, una apertura que permita cuestionarla, pedirle explicaciones, ponerla a prueba y, si es el caso, rebatirla. El único valor de una idea honesta es que se interese más por la verdad que por sí misma. Porque solo un sabor a verdad —o más bien el fracaso al refutarla— da sentido y validez a un pensamiento.  La mayoría de las doctrinas que rigen el mundo, sin embargo, no se atienen a ese limpio relati