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La brutalidad latente

La mayoría de la gente, la mayor parte del tiempo, se comporta de un modo razonable y con un sentido que cabe considerar ético. Sin esta pauta predominante, la convivencia y la sociedad serían inviables. Y aun así todos, alguna vez, reaccionamos de modos irracionales, incluso contrarios ya no solo a la ética, que sostiene las relaciones individuales, sino a la norma, que es la columna vertebral del grupo.
En estos casos, cuando la que manda es la pasión ciega (el “cerebro reptiliano” del que hablan los neurólogos), la armazón de lo social revela su profunda vulnerabilidad. Vivimos en escenarios milagrosamente sofisticados, pero que en el fondo se sostienen con pinzas, fruto de compromisos siempre frágiles y provisionales. 
En los desórdenes de la pasión, y sobre todo de la desesperación, se demuestra la firmeza moral de cada uno. También su grado de madurez y equilibrio personal. Es fácil comportarse con entereza mientras nuestro entorno es ordenado y previsible, ser más o menos cívico en un contexto civilizado. Sin embargo, cuando saltan los amarres del orden social y la estructura se tambalea, aparecen ―o más bien reaparecen, pues siempre estuvieron ahí― la vileza y la brutalidad primitiva. 

No hay más que ver las conductas que cunden en situaciones de guerra o de caos social, allá donde no actúa la contención de las instituciones o estas se pervierten en el instrumento represivo de unos ciudadanos contra otros. Saramago retrata con impactante contundencia el desmoronamiento del pacto social en su Ensayo sobre la ceguera: la falta de límites, en una situación desesperada, puede llevarnos a esa lucha de todos contra todos que profetizaba Hobbes. En la guerra de los Balcanes, pacíficos ciudadanos se convirtieron en los torturadores de sus vecinos; en Ruanda y Burundi, las etnias de hutus y tutsis se exterminaron mutuamente sin contención. Desde antiguo, muchos episodios de contienda se han visto acompañados por saqueos y violencia generalizada, y el último siglo no ha sido una excepción, incluyendo a supuestos adalides de la paz y la democracia como han sido las coaliciones internacionales y las mismas fuerzas de Naciones Unidas. 
Otras veces sucede que son las propias instituciones de poder las que organizan el exterminio y promueven la violencia entre la población. Nerón incendió Roma, los cristianos asolaron la biblioteca de Alejandría. La Inquisición declaraba a los vecinos sospechosos, igual que las cazas puritanas de brujas, el régimen persecutorio de los nazis o el terror organizado de los fanáticos religiosos o nacionalistas. Los ejemplos, lamentablemente, son inagotables. Cuando se renuncia al diálogo y al acuerdo o cuando se trata de sobrevivir a toda costa ante peligros extremos, saltan los endebles engarces de la convivencia y cada prójimo puede convertirse en enemigo. Y lo mismo pasa cuando el motor es el resentimiento, aunque sea imaginario: ahí están los laberintos destructivos en que pueden sumirse las parejas y las amistades. 

En definitiva, en circunstancias ordinarias, se puede dar la razón a Locke y a Rousseau; en momentos de excepción parecen imponerse Hobbes y Maquiavelo. Hay que contar con ello: lo contrario sería una ingenuidad irresponsable. Y, no obstante, incluso en medio del desorden, hay quien es capaz de hacer oír la voz de la calma, del sentido común, de la empatía y del derecho. Así lo demostraron, por ejemplo, Gandhi y Martin Luther King, Séneca o Hipatia de Alejandría; que luego todos ellos perecieran a manos de los salvajes sella su valiosa singularidad. Lo humano alcanza ahí las más altas cotas; su heroísmo tiene que servirnos de inspiración.

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