De todos los
bienes subjetivos, el que más directamente nos hace felices es un ánimo jovial;
pues esta buena cualidad se premia a sí misma al instante. Quien es alegre
tiene en todo momento una razón para serlo: precisamente el hecho de serlo. Schopenhauer.
Tal vez haya mucho
que lamentar, pero casi siempre hay más que celebrar. El sufrimiento nos parece
más grande y más serio, solo porque no podemos acomodarnos en él, porque nos
urge a resolverlo y ocupa las primeras planas. En cambio, los motivos para la
alegría son discretos, nos habituamos a ellos muy deprisa y entonces los damos
por sentados, y solo sabemos valorarlos cuando nos faltan.
Visto así, se podría
pensar que estamos programados para sufrir, para fijar la atención en el dolor.
Y así es, por eso duele: para alertarnos, para que no haya nada que se le ponga
por delante. Tiene sentido, desde un punto de vista de la supervivencia: una
grata velada o un instante de placer ponen en la vida una luz cálida, pero una
amenaza enciende las alarmas. Sin embargo, como nos recuerda Epicuro, ¿de qué
valdría esforzarse en vivir si no fuera por lo que la vida tiene de placentero?
Así, lo que parece secundario es lo que da sentido a lo prioritario; lo que
destaca (el sufrimiento) solo cuenta en razón de lo que damos por sentado (la alegría).
Por eso, el Colas Breugnon de Rolland prefería empezar por ser feliz: “La felicidad se bebe fresca. Pero el fastidio puede
esperar.”
Muchos razonamos al
revés que Colas Breugnon, y optamos por hacer esperar a la felicidad, mientras
haya un fastidio que beber caliente. Hemos sacado de quicio la prevención ante
el dolor, y la preocupación por calmarlo. Vivimos en un estado de ansiedad,
pendientes de lo que tememos y lo que nos falta, tristes por lo que nos
contraría, enojados por lo que nos disgusta. Y, por supuesto, nunca falta algún
motivo para nuestros desvelos, y si falta lo inventamos, que para eso tenemos
la imaginación.
Lo ideal sería
cambiar esa postura, pero no es fácil cuando la llevamos clavada en el ánimo.
En cualquier caso, sería poco inteligente convertirla en un nuevo motivo de
ansiedad (me preocupo porque me preocupo, y así ad infinitum). Tenemos la opción de encogernos de hombros y
resignarnos a ella. Ya que hemos de habitar en la ansiedad, y mientras esta no
responda a algo realmente grave, al menos convirtámosla en costumbre,
admitámosla a la mesa como uno más en la familia, acostumbrémonos a convivir
con su presencia hasta que pase de ser odiosa a simplemente incómoda. “La vida me trató más piadosamente desde que
acepté mi destino y entendí que mi suerte personal era lo de menos”, escribe
Hermann Hesse.
Los estoicos eran maestros en este arte de la aceptación, con tal de
que esta nos librara de la inquietud. “El sabio será todo lo feliz que le
permitan las circunstancias, y si la contemplación del universo le resulta
insoportablemente dolorosa, contemplará otra cosa en su lugar”, proponía Séneca.
Pero es que además, desde el momento en que dejamos de exigir cerrilmente lo
que deseamos, podemos por fin aprovechar lo que tenemos, como reflexiona José
Antonio Marina: “Al educar la inteligencia lo que estamos haciendo es enseñar a
jugar bien... con lo que se tiene, que muchas veces no es mucho”.
Quizá, si somos
capaces de adaptarnos a lo incómodo, descubramos que lo que destaca es lo otro: los
mil motivos para la alegría que se nos cuelan por entre las grietas de la
angustia. Como aquella flauta de la que se nos habla en Alfanhuí, que
tocaba notas de silencio en medio del atronar de las tormentas. Y veremos que
quizá en nuestras inquietudes había mucho de necedad, o al menos en la
importancia que les dábamos. Como dice José Antonio Marina: “El sentido del
humor nos ofrece cálidamente nuestra medida, y nos libra de nuestra petulancia
cubriendo nuestra debilidad con una capa de ternura.”
Y entonces tal vez
nos apetezca dejar por un momento de lamentarnos, de enfadarnos, de
entristecernos, de angustiarnos, y se
nos ocurra celebrar alguna cosa. Podemos empezar por celebrar que estamos vivos
aún, y que gozamos de una salud razonablemente buena. Y podemos celebrar que
amamos, y eso es un privilegio, y que nos aman, lo cual es una suerte. Y podemos
celebrar cosas tan simples ―y
tan grandes, y que faltan a tantos― como una salud razonable o, igual que
Epicuro, un trozo de queso. Y tantos otros dones: escuchar una sinfonía, leer
ese poema, visitar este paisaje, una ocurrencia de nuestro hijo, la llamada de
un amigo, la oportunidad de haber sido útiles, la dulce cosecha de un trabajo
duro…
Porque quizá las penas tengan que ser lo primero, pero es
evidente que no son lo único, y muchas veces ni siquiera lo más importante. Hay que
reivindicar las alegrías. No las demos por sentadas tan fácilmente. Cada
instante es un regalo: podríamos no estar.
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