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Los suicidas

Como nos sucedía de jóvenes con nuestras amantes esquivas, solemos amar la vida incluso cuando nos hace daño. Estamos programados para hacerlo: sin esa impronta, probablemente ni siquiera habríamos llegado a existir, dado que a nuestros antepasados les habría faltado fuerza para sobrevivir el tiempo suficiente para reproducirse. La evolución seleccionó a sus amantes más fieles. Sin embargo, yo creo que hay algo más: amamos la vida, tantas veces ingrata, sencillamente porque somos vida, porque fuera de ella no hay nada.


Y, no obstante, a veces nos pesa el desánimo y parece que tanto ardor no valga la pena. O, mejor dicho: no vale la pena en unas circunstancias determinadas. Querríamos vivir, pero no así. En ese punto clave que casi todos hemos afrontado, algunos eligen poner punto final. Tal vez porque sucumben, o bien por rebeldía. Movidos por una grandeza extraña o por una pequeñez insoportable. Huyendo o plantando un último desafío. De un modo u otro, salen al paso de un destino que nos espera a todos, como el médico filósofo de la novela de Prudenci Bertrana. Se apropian de un final que iba a apropiarse de ellos, y así, en cierto modo, convierten una condena en un acto libre. Pero, ¿hasta qué punto libre? ¿Hasta qué punto, si pudieran elegir, preferirían de verdad la muerte? El suicidio contiene siempre en su sombra un reclamo de vida. Una vida que fue negada. El suicidio es la negación de una negación. Un reproche a las promesas incumplidas por la existencia.
Algunos, como podemos suponer de Sócrates, se suicidan porque han perdido el miedo a la muerte. Pero esa valentía solo es verdadera si también se ha superado el miedo a la vida. “Prefiero morir a seguir sufriendo por no poder vivir”, gime el desesperado. Pero hay otros que, en circunstancias iguales o peores, encuentran un motivo para el coraje. Sócrates, si es verdad lo que nos cuentan de él, fue un héroe de la ética; el protagonista de Mar adentro, de Amenábar, eligió concluir lo insoportable. Cierto que manifestó valor, pero no más que el que muestran quienes, en sus circunstancias, eligen seguir adelante y aguantar. Incluso si lo hacen por miedo a la muerte. Al fin y al cabo, vivir es siempre una prórroga incierta: todo lo que podemos hacer es arrancar un poco más, sin saber hasta dónde podremos llegar. Vivir es aguantar, y en ese aguantar hay amor y hay miedo. La valentía también es soportar esa paradoja irresoluble.
Pero el suicidio es un hecho, y no es serio resolverlo con una respuesta simplista. El suicida siempre nos interpela. ¿Cómo pudo hacerlo?, nos preguntamos, aun a sabiendas que es una pregunta retórica. Epicuro, que amaba la vida, recomendaba acabar con ella cuando se nos hace demasiado ardua. El suicida nos hace cuestionarnos nuestro propio amor, nuestro propio coraje. De entrada, le rechazamos: ¿cómo pudo hacerlo?, es decir, ¿cómo se atrevió? Tendría que haber amado más, o haber temido menos. Pero en el fondo de ese rechazo hay una duda inquietante: ¿hasta qué punto amo yo, hasta qué punto tengo miedo? ¿Hasta qué punto sería capaz de seguir el consejo de Epicuro o el ejemplo de Sócrates, llegado el caso? Frente a mí hay alguien que se ha atrevido.
En El club de los suicidas, el genial Stevenson imagina una asociación en la que los que no desean vivir pueden pedir a otros que les ayuden, asesinándoles cuando menos se lo esperen. Pero el suicidio es un acto íntimo de desprendimiento: al convertirlo en una violencia, da una nueva razón para vivir. Es lo que le sucede al protagonista: al saber que la muerte le vendría impuesta desde fuera sin réplica posible, igual que la muerte universal, se rebela de nuevo contra esa imposición. La angustia por ese asesino que nos persigue restituye el lugar natural del terror, que al incubarse dentro nos resultaba insoportable y en cambio al volver afuera nos permite recuperar la noción de nosotros mismos. Tal vez el suicida no esté proclamando motivos para morir, sino reclamando un motivo —al menos uno— para seguir viviendo.

Me dan la noticia terrible del suicidio de un conocido. Padre de tres niños, laborioso, entregado a su familia, luchador… ¿Cómo pudo hacerlo? Hubiese deseado saber más, descifrar sus espasmos de coraje o de pavor. ¿Por qué necesito saber? Tal vez porque, si me dijeran, por ejemplo, que tenía una enfermedad terminal, me sentiría algo más tranquilo: comprendería. Descubrir una razón me resultaría tranquilizador, el mundo seguiría teniendo sentido. Pero, ¿y si no había ninguna razón aparente? Ese absurdo acentúa el espanto. ¿Y si lo abrumó la depresión, y si sencillamente un día descubrió que las convicciones en las que había basado su vida se le venían abajo? ¿Qué terribles sufrimientos, o expectativas de sufrimientos, le fueron asediando hasta que tomó la determinación de escapar por la puerta de atrás, la que lo cierra todo definitivamente?
Y no puedo evitar que la imaginación explore ese vacío de sentido en el que se reflejan todos mis terrores. ¿Cómo lo hizo? ¿Qué pensó mientras se daba el último impulso? ¿Qué insistencias, qué arrepentimientos lo atormentaron en ese segundo que pudo prolongarse una eternidad tan larga como la que empezaría después? ¿Cómo se fue vaciando hasta que ya no le quedó nada? ¿Cómo se fue llenando hasta que rebosó? Y luego todo se detuvo. O no: dicen que nuestro cerebro tarda unos minutos en apagarse. No se me ocurre un espanto más grande que suponerlo consciente.
Toda muerte deja un vacío en nuestro espíritu; la muerte de un suicida deja, además, el estupor. Las religiones condenan a los suicidas por disponer a su antojo de la propia vida, que para ellas es un don divino y por tanto no les pertenece. Tal vez haya algo de cierto en eso (ni elegimos vivir ni podemos elegir no morir), pero entonces, si la vida no nos pertenece, tampoco tenemos ninguna obligación con ella. El suicida devuelve su parte de vida a los dioses y les deja el resto a los demás, que de todos modos tendrán que devolverla a regañadientes. En esto se nos antoja implacablemente coherente, como opinaba Camus. Si la existencia no merece la pena, desprenderse de ella parece la consumación de la lógica. Tal vez sea eso lo que no le perdona la sociedad al suicida: que se adelante por su cuenta, en lugar de esperar resignadamente, como hacemos todos. En ese gesto de libertad orgullosa, pero quizá solo en ese, podemos admirarlo. Por lo demás, no somos lógicos: preferimos vivir, y sospechamos que él también lo habría preferido. No pudo ser: más que libre, el suicida nos parece infinitamente vulnerable, vencido, roto; una metáfora de nuestra propia impotencia. Más que admiración, nos inspira pena. La misma pena que probablemente nos inspiremos nosotros mismos.

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