Es asombrosa la
habilidad que tenemos para darnos la razón a nosotros mismos. La mayor parte de
los conceptos que nos hacemos de los otros en nuestra convivencia con ellos
obedece, más que a atinadas evaluaciones, a los meros sentimientos que nos
despiertan espontáneamente. Si a menudo no nos damos cuenta es sencillamente
porque no nos interesa, porque necesitamos reafirmarnos, y por eso disfrazamos
los afectos originarios bajo un aluvión de razones supuestamente buenas.
Partimos de una
convicción egocéntrica, primitiva, irracional, pero tremendamente eficaz: si
alguien nos cae mal es porque tiene que merecerlo; entonces nos dedicaremos a
coleccionar pruebas de sus depravaciones. No es una tarea difícil: si se pone
suficiente atención, siempre se puede encontrar algo despreciable en
cualquiera, sobre todo si eso es lo único que buscamos, rechazando por
insignificante cualquier pista de lo valioso. El resultado final, hecho a
nuestra medida, es que invertimos el orden de los factores: no es mi antipatía
la que hace odioso al vecino; mi antipatía es la prueba de que es realmente
odioso.
Ese amontonamiento de
razones, al principio improvisadas, luego poco a poco sedimentadas en
convicciones cada vez más compactas, dan a nuestras suposiciones arbitrarias un
bruñido aspecto de certezas. En definitiva, por lo que a la gente respecta,
primero fue el sentimiento; y luego vino el trabajo, a veces largo y
meticuloso, de apuntalarlo para imprimirle una fachada de verdad. Cuando se
trata del prójimo ―y tanto más cuanto
mayor es su proximidad o su significación para nosotros―, la mayoría de
nuestras valoraciones no son juicios, son prejuicios.
Nos interesa creer
que nuestros rivales son odiosos, porque de lo contrario surgiría la
inquietante sospecha de que tal vez los odiosos seamos nosotros (al menos por
empeñarnos en odiar). Incluso podemos llegar a provocar al otro lo suficiente ―con nuestros
desprecios, con nuestras trampas, con nuestra mera expectativa― para que acabe por
comportarse de modos infames. Azuzando con suficiente habilidad quebraremos
hasta la paciencia de un santo. Cada vez que descubrimos una nueva señal a
favor de nuestro prejuicio, nos apresuramos a concluir: “¿Lo ves? Ya lo decía
yo…” Hemos llevado a alguien a la exasperación con nuestra persistente insolencia,
pero nos basta un momento en que pierda los papeles para confirmar que es un
desquiciado. Supuestamente, esa vulnerabilidad lo delata: algo querrá ocultar,
algo querrá callar en nosotros, cuando grita tanto. Y con esa conclusión tan simplona,
tan tendenciosa, nos sentimos reafirmados en nuestras certezas; por más
justificaciones que pueda esgrimir el otro, nosotros seguiremos chasqueando la
lengua y concluyendo: “¡Bah! ¡Meras excusas!”
Es interesante
comprobar cómo las ideas más peregrinas, una vez formuladas, tienden a
reafirmarse, y se van extremando poco a poco. Basta con que alguien nos ofenda
una vez, si esa ofensa nos afecta lo suficiente, para que cada nuevo
intercambio con él cobre los tintes de una nueva ofensa. Uno de los métodos que
apuntalan nuestro criterio original es el ahondamiento de las distancias:
cuanto más superficial y esquemática resulte la presencia del otro, más fácil
será impregnarla con el significado que nos convenga. “Pasa a mi lado sin
saludarme”, le reprochamos mentalmente a nuestro oponente, sin pensar que
nosotros tampoco le hemos dirigido la palabra. “Me mira con odio”, gruñimos
para nuestros adentros, mientras lo fundimos con nuestra mirada. Tal vez un día
que estemos de buen humor hagamos un tibio gesto de reconciliación, que
invariablemente se verá defraudado y nos regresará inmediatamente a la aversión
que nunca habíamos abandonado. A esas alturas, es probable que el otro esté en
nuestra misma situación: convencido de que merecemos su odio, y recopilando
pruebas que lo confirmen. De ese modo, nos hace parte de la tarea: lo hemos
puesto a trabajar para nosotros, lo hemos conducido a nuestro territorio de
antagonismo.
Festinger describió
genialmente esta escalada de afectos y desafectos, mediante su teoría de la
disonancia, que él llamó cognitiva (porque es cognitiva la conciencia que
cobramos de esos procesos), pero más bien habría que considerar emocional
(puesto que son los afectos los que en realidad la mueven). Una vez establecida
una convicción, todo en nosotros conspirará para apuntalarla: nuestros
sentimientos, nuestros pensamientos, nuestros actos… Así, la persona que nos
cae bien cada vez nos caerá mejor (mientras no sacuda nuestro afecto con una
actitud demasiado contradictoria, o mientras no nos interese, por lo que sea,
cambiar la idea que nos hemos hecho de él). Nosotros le ayudaremos activamente
con nuestros actos: al dedicarle una sonrisa, favoreceremos la suya; al
apoyarle en público, ganaremos su complicidad; al ofrecerle nuestra ayuda, estimularemos
su agradecimiento. No estoy diciendo que todo lo que haga el otro sea una mera
respuesta a nuestros estímulos, solo sugiero que, cuando le queremos, le
ponemos muy fácil que nos quiera; y a cada expresión de su afecto confirmaremos
que merece el nuestro. Estoy insinuando, en definitiva, que nuestra manera de
interactuar incita la respuesta del otro y la pone a favor de nuestras creencias.
¿Por qué unos
procesos arrancan y otros no? ¿Por qué unos lo hacen con más fuerza que otros?
¿Por qué algunos llegan lejos y otros se quedan por el camino, o acaban girando
sus tornas (y el amigo del alma se convierte en enemigo acérrimo, o a la
inversa)? ¿Por qué en ocasiones se dilatan en el tiempo, como les sucedía a los
duelistas de Conrad, mientras que en otras languidecen hasta retornar a la
indiferencia originaria? Aquí habría mucho que pensar y que decir, y nunca lo explicaremos
del todo. Spinoza dedicó su obra a inventariar los sentimientos y a reducirlos
a fórmulas casi matemáticas; pero en su brillante edificio lógico siempre se
adivinan los temblores de fondo del sentir. Hay un cierto margen de enigma o de
magia en los signos de las relaciones, en las “afinidades electivas”, como las
llamó Goethe, o en las animosidades tenaces (¿estaremos llamando enigma o magia
a la mera complejidad?).
En cualquier caso, lo innegable es que, a veces,
quedamos atrapados en esos enclaves de la emoción, o somos arrastrados por las
riadas de la pasión, a menudo sin darnos cuenta, sin advertir que lo que
tomamos por juicios en realidad son solo prejuicios, y lo que consideramos
certezas son meros afectos. Esto, por supuesto, siempre es más fácil verlo en
los demás que en uno mismo. ¡Cómo nos cuesta zafarnos de nuestra subjetividad,
qué arduo se nos hace llevarnos la contraria y cuestionar nuestras certezas,
aunque solo sea un poco, aunque solo sea una vez! Y, sin embargo, si en alguna
ocasión nos animamos a probarlo, ¡qué experimento más fructífero! ¿Por qué no
dar a esa persona a la que odiamos la oportunidad de ser nuestra amiga por un
día? Como dicen los budistas, no es tan difícil encontrar argumentos a favor de
la compasión: ¿no sufrimos todos, no moriremos todos?
Me ha encantado este artículo querido amigo. Además de la soltura y claridad con que explicas algo tan complejo, tus datos y aportaciones reflexivas me impulsan inevitablemente a recordar vivencias. Del día a día y del pssado.
ResponderEliminarDespués de haberme parado un momento a meditar sobre ello es curioso lo que ocurre: Primero pienso: " Ajá...como sabemos que esto es así, la próxima vez, me pararé antes de sacar conclusiones, me situaré en desoír esos mensajes que reafirman mi valoración sobre el otro, y así no volveré a caer en prejuicios".
Y acto seguido pienso: " Y ¿qué ocurre si la primera impresión y la intuiciòn en realidad están haciendo su trabajo evolutivo y me están avisando que no me acerque a esa persona o saldré perjudicado?"
Lo que nos llevaría a otra pregunta de las grandes: " ¿Tenemos realmente elección?".
Creo que, por lo menos, sí tenemos la opción de aprender, cuanto más mejor, para obtener el resultado más humano posible, es decir, equivocarnos.
Es un placer enriquecedor leérte
Fuerte abrazo
Julián
Claro, la incertidumbre es lo que hace arduo el problema... y apasionante. "La primera impresión es la que vale": ¿cuántas veces no hemos estado convencidos de ello, a la vista de lo comprobado después? Tal vez tenga mucho de cierto (al fin y al cabo, estamos predeterminados por la evolución para captar con pocos datos intenciones y carácteres). Pero también puede haber algo de trampa: solo nos reafirmamos en esa convicción ("Ya lo decía yo") cuando nos da la razón; si sucede lo contrario, o no nos damos cuenta o buscamos cualquier excusa (una muy socorrida: la otra persona nos embaucó porque es engañosa). Por si fuera poco complicado, como menciono en el artículo, a menudo empujamos a los demás a comportarse como creemos que son.
ResponderEliminarNunca hay certeza, y en eso consiste el juego. Posible solución salomónica: escuchemos a nuestras impresiones, pero con prudencia y dejándoles un margen de duda. Una persona siempre es mucho más que cualquier idea que nos hagamos de ella. Pero hay personas con las que quizá no estemos hechos para descubrirlo.
En cuanto a tu pregunta de las grandes... la dejaremos en el aire para que nos inspire. Nos queda pendiente hincarle el diente.
Gracias por tus reflexiones, siempre tan honestas y llenas de matices. Otro abrazo.