¿Quién no se ha
encontrado con una de esas personas que hablan y hablan de sí mismas sin
escuchar, que hablan con verdadera voracidad, ocupando todo el espacio y sin
dar cuartel a la respuesta del otro? Son traidores del justo intercambio,
parásitos del tiempo, sitiadores de la paciencia. Nos hacen sentir objeto de un
abuso, una violencia, una anulación. Mi madre, que siempre fue una eficaz
escuchadora (y de ella debí aprenderlo yo), tenía una amiga destacada en estas
lides, una profesional de la cháchara egocéntrica, que llegaba incluso a
ofenderse si se le interrumpía; un día llegó a contarle que se había pasado
horas agobiando a otra persona, pero le daba igual, porque “se había quedado
nueva”. Tal vez hablaba para no tener que escucharse a sí misma.
Al margen del
narcisismo recalcitrante ―y probablemente primitivo,
o al menos neurótico― que manifiestan
estas personas, al margen de la cosificación a la que nos relegan al tratarnos
como meros instrumentos de su vómito existencial, uno se pregunta si no están llevando
al escenario, de un modo extremo y grotesco, un rasgo que nos define a todos y
que siempre me ha asombrado: nuestra necesidad de explicar, de comunicar, de
exteriorizar ante otro el diálogo interno que mantenemos con nosotros mismos. A
un nivel menor que esos casos extremos, casi todas las conversaciones consisten
en un intercambio de relatos autobiográficos, y muy a menudo la respuesta a uno
de esos relatos es solo otro relato, que en ocasiones ni siquiera aporta nada
nuevo ni desde luego responde al anterior. Intercambiamos vivencias como se intercambian
cromos; nos exponemos o nos describimos permanentemente en el espejo de los demás.
Uno dice “Yo…”, y luego suele haber alguien que responde, como un eco: “Pues
yo…” ¿A qué se debe esa necesidad de
exhibicionismo? ¿Por qué precisamos que los otros nos hagan perpetuamente de
espectadores?
La mayoría de la
gente jamás ha sentido el envite de hacerse esta pregunta, y el hacérmela yo
dice bastante de mis propias dificultades en la comunicación. Cuando hay
amistad y confianza, el mutuo relato fluye de manera natural, y nadie se
detiene a planteárselo, como no nos preguntamos sobre el amor mientras amamos o
sobre el respirar mientras respiramos. El hecho de que me interrogue sobre el
sentido de este tipo de diálogo muestra que hay en mi interior un tropiezo, que
no me abandono a él inocentemente, que siento una incomodidad que rompe la
fluidez. Y, en efecto, bajo la pregunta de por qué necesitamos hablar de
nosotros mismos alienta otra más básica, más esencial y más incómoda: ¿por qué
otra persona debería interesarse por mi historia? Y, puesto que no tengo
razones para esperar algo así, ¿por qué hacer el esfuerzo de contársela?
Nuestra historia es
una de las cosas más importantes que tenemos. Importantes, se entiende, para
nosotros, no para los demás, que ya tienen la suya. La mayoría de nosotros
somos exigentes a la hora de confiar algo tan precioso y sensible: solo lo
hacemos en determinadas circunstancias, y cuando existe una cierta confianza.
De hecho, en nuestro fichero biográfico personal, tenemos las historias
clasificadas de las más publicables a las más secretas; es probable que incluso
haya una carpeta recóndita donde guardemos lo que no contaremos nunca, tal vez
ni siquiera a nosotros mismos, porque nos inspira demasiada vergüenza o
demasiado miedo. Pero la mayoría de nuestros relatos son publicables, siempre
teniendo en cuenta a quién se los contamos y cuándo lo hacemos. Los que nos
parecen más triviales sirven, como los chistes, para pasar el rato, para la
mera conversación de sociedad: el sitio que hemos visitado el fin de semana, la
película que vimos en el cine… Si estamos charlando relajadamente con un grupo
de amigos, generalmente alrededor de una mesa, tal vez nos animemos a contar el
día que resbalamos en la calle o la travesura que nos costó una azotaina de
nuestra madre. Reservaremos para contextos más íntimos una preocupación con
nuestros hijos o una discusión con nuestra pareja. Y solo en una charla
confidencial, con un amigo íntimo, reconoceremos una fantasía, una infidelidad
o un temor que nos obsesiona. Pero lo extraordinario es que, de un modo u otro,
todas nuestras vivencias piden ser comunicadas, empujan desde dentro para salir
de nuestros archivos silenciosos y exponerse ante otro. Es como si solo al
salir a la luz, al brotar de nuestros labios, al mostrarse ante un público,
cobraran verdadera existencia.
Tal vez sea eso: solo
existe lo que se ve. En el exhibicionismo hay una urgencia ontológica, un
conjurar angustioso de la fragilidad del vivir. El hecho de que nos percibamos
como Yos conlleva esta vulnerabilidad: puesto que el Yo es un constructo
mental, nunca estamos del todo seguros de que exista realmente. De hecho, no
existe, más que en la medida en que lo concebimos en nuestra cabeza. Pero
nuestra cabeza es un lugar demasiado solitario, y, por otra parte, tampoco está
del todo claro que exista realmente. Pocas necesidades más urgentes que ser
vistos, ser reconocidos, ser confirmados por otros. Al expresarnos en nuestros
relatos, todos estamos buscando lo mismo: quien nos escucha reafirma nuestra
existencia; es nuestro testigo. Los
niños reclaman con insistencia que se les escuche, y en ese acto están pidiendo
que se les vea. Nuestros relatos asientan los sucesos que constituyen nuestra
historia (la historia de alguien que resultamos ser nosotros), y cuando tenemos
historia, existimos. O, más que cuando tenemos historia, cuando la
representamos: somos seres teatrales y necesitamos público; cobramos
consistencia precisamente frente a una audiencia.
Pero hay algo más. Si
partimos de la convicción de que nuestra naturaleza básica es social y no
individual, podemos entender que el intercambio social, la forja de lazos, el
flujo de información, constituye el encuentro, construye el espacio común en el
que nos encontramos con los otros, eso que los psicólogos llaman
intersubjetividad. Los relatos tejen una red de complicidades, son la materia
con que se urden las relaciones; los relatos crean las comunidades, lo cual viene
a ser, y volvemos a lo dicho, como crearnos a nosotros mismos, puesto que somos
en la medida en que formamos parte de una comunidad. Podría pensarse que
cualquier acto de comunicación, incluso recitar una definición del diccionario,
podría ejercer el mismo efecto, y en cierto modo así es, puesto que existe un
emisor y un receptor, y por tanto se teje una complicidad. Pero esa es una
complicidad fría, un mero estar que no conmueve; un acto convencional, una
simple constatación: estoy y estás. No basta: necesitamos ser. Y para ser hacen
falta emociones, tenemos que emocionarnos con nuestros propios relatos y con
los relatos de los demás.
Hablar, en este
sentido, es curativo. Cuando desempolvamos nuestros archivos más secretos y se
los confiamos a un amigo íntimo, nos estamos dando una oportunidad de restañar
viejas heridas que no acabaron de sanar, que tuvimos que guardar en lo más
oscuro para que nos dolieran menos y nos permitieran dar respuesta a las
inminencias del sobrevivir. Que se hayan quedado dentro, incluso que las
hayamos olvidado, no implica que dejen de reclamar su momento; y ese momento
solo llega cuando las compartimos. El lenguaje es muy gráfico en esto: la
sensación es la de “sacar” o “vomitar” algo que nos dolía en el vientre. Es
normal que las terapias intenten crear el contexto propicio para esa limpieza,
y que lo hagan, en buena parte, mediante la palabra (aunque a menudo el mero
hablar acaba por quedarse corto, por más que insistan los psicoanalistas). Está
claro que no hay curación sin rescate de los viejos fantasmas. Hablar de ellos
es empezar a afrontarlos. El hecho de que a menudo tengamos que pagar para
poder hablar retrata las carencias de nuestra sociedad por lo que respecta a
comunicación.
Así que hablar de nosotros mismos es una reafirmación;
y ser escuchados es una confirmación. Así, de un modo simbólico ―por obra
y gracia de ese milagro que es el lenguaje―, tenemos la sensación de ser un poco más reales. Y
además nos emocionamos y sentimos la emoción de los otros. Como en una caricia.
Como en un abrazo. Las personas hablamos no tanto porque nos importe el contenido
de lo que decimos, sino porque buscamos testigos y cómplices; porque ser
escuchados es ser queridos, y ser queridos es existir y formar parte de la
tribu. Es estar un poco menos solos. El que nos escucha nos está otorgando un
lugar, nos está dedicando un tiempo, nos está regalando algo de importancia. En
medio de un universo tan vasto y ajeno, hay un punto en el que somos alguien;
no estamos del todo perdidos. Los que hablamos poco, ¿será que tenemos
demasiado miedo de que la indiferencia ajena nos deje solos, es decir, será que
somos demasiado desconfiados? Y los
charlatanes, ¿será que se sienten tan transparentes que necesitan conquistar
compulsivamente algo de existencia (escatimándosela, todo sea dicho, a los demás)?
Hay una generosidad del hablar, y otra mejor del escuchar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario