Me desafía un buen
amigo: “Si quieres filosofar de verdad, piensa por qué hay personas malas”. Me
parece una sugerencia acertadísima: si todos pensáramos a menudo en ello,
seguramente seríamos menos malos. Camus afirmaba que el único problema
filosófico realmente significativo es si la vida merece ser vivida. Yo, en
cambio, creo con mi amigo que los problemas que más nos importan son los que
atañen no al vivir propiamente dicho, sino al cómo vivir. La vida se justifica
a sí misma, es un bien en sí mismo sencillamente porque no hay nada más allá de
ella. Los que reniegan de la vida son los que más la anhelan, los que se han
sentido decepcionados porque esperaban ―y siguen
empeñados en esperar― tanto de ella.
Así pues, ¿por qué
hay personas malas? Es una de nuestras preguntas eternas; se le han propuesto
mil respuestas, que viene a ser no encontrarle ninguna. Igual da decir que en
el fondo todos somos buenos que afirmar que nadie lo es. Ni Rousseau ni Hobbes,
o los dos. Los que dan cuenta de la maldad suelen hacerlo con mucha lucidez ―salvo los religiosos, que lo reducen todo al misterio de la
voluntad divina, y así lo único que hacen es diferir la cuestión sin resolverla―, pero siempre nos
dejan con el regusto de un argumento incompleto: siempre queda algo por
explicar, al menos el mismo que explica. Así será, sin duda, con todo lo que yo
pueda proponer, que además, en un tema de este calado, resultará siempre insuficiente.
Y, sin embargo, vale la pena pensar, porque al hacerlo hago mía la
incertidumbre que antes era solo de los otros.
“Somos malos por
naturaleza”. Puede que así sea, pero entonces también la tendencia al bien
debería estar en nuestra naturaleza, de lo contrario no podríamos ser
conscientes del mal; así que sigue quedándonos la posibilidad de elegir. “Somos
malos porque somos egoístas”. ¿Por qué habría de convertirnos en malos el
hacernos cargo de nosotros mismos? A menudo, el egoísta es el más capacitado
para amar, porque, cuando reconoce en el otro a un semejante, le atribuye la
posibilidad de contar con el valor que reconoce en sí mismo. Solo quien no se
ama a sí mismo ―y por tanto lo tiene
difícil para amar a los demás― desprecia el egoísmo
ajeno.
Además, decir que el egoísmo universal nos hace malos, es lo mismo que afirmar
que la maldad universal nos hace egoístas. No hemos explicado nada.
En cambio, supongamos
que “somos malos porque somos ignorantes y sufrimos”. Eso sí es decir algo, y
es el argumento del budismo, que ha profundizado con infinita finura en estos
entresijos de la moral. En definitiva, somos malos cuando nos parece que es la manera
de ser felices; sin reparar en que esa obcecación es precisamente la que más
sufrimiento nos procurará. ¿Parece ingenuo? Puede que lo sea. Pero no hay que
olvidar que casi nunca el malo persistente se siente malo; siempre encuentra
argumentos para darse la razón, para echarles la culpa a los demás, o a la vida
misma. Puede que el que tomamos por malo solo esté defendiéndose de lo que
considera en nosotros maldad; o, más sencillo: de lo que nuestra presencia
interpone entre él y su aspiración a la felicidad.
El que nos envidia, por
ejemplo, lo hace porque instauramos en sus pretensiones, o en su amor propio,
una duda terrible: tal vez haya otro mejor, tal vez yo no sea suficientemente
bueno; tenga o no razón ―y ahí está la ignorancia―, su
inquietud es real ―y ahí está el sufrimiento―. El que
nos guarda rencor, lo hace porque está convencido de que le ofendimos o le dañamos,
de que tiene que mantenerse en guardia contra los malos, que somos nosotros. El
que se ensaña con
nosotros, tal vez tenga buenas razones para considerar agravio algo que le
hicimos. ¿Exagera él, o nos falta sensibilidad a nosotros? Cuando se practica
este ejercicio de empatía, cuando le damos una oportunidad al juicio del otro,
nos acercamos a una percepción mucho más sutil que la de mera maldad, y ya
somos capaces de implicarnos en ella desde la compasión. “Puesto que el
sentimiento original y primario del hombre es el miedo ―afirma el Zaratustra de Nietzsche―, por el miedo se explican todos los
pecados y virtudes originales”. “¡Misericordia para todos!”, pide André
Comte-Sponville.
Así que esa maldad
que creemos ver en los demás tal vez resida ante todo en nuestros ojos; tal vez
no sea más que un juicio que nos permitimos hacer desde el egocentrismo. En
definitiva, considerar a alguien como un malo puro es una opinión primitiva, en
el sentido histórico ―nuestros ancestros lejanos tardaron en inventar las sutilezas de
la empatía― y en el sentido biográfico ―el referido a nuestra
infancia: nadie más narcisista y arbitrario que un niño, que aún se considera
el centro del mundo y se molesta cuando alguien le recuerda que no lo es―.
Tal vez alguien vea
en este exceso de comprensión y de compasión un deje de paternalismo, un
tufillo a mística barata. Estoy de su lado: hay que prevenirse de la blandura a
la hora de juzgar a los otros, porque suele encubrir condescendencia con
nosotros mismos. Las personas más crueles que he conocido han sido las que
daban amables golpecitos en la cabeza de un transgresor y le ofrecían su
compasión por la ignorancia que le atenazaba, como diciendo: “Te comprendo,
eres aún demasiado simple, aún tienes mucho que aprender; algún día tal vez te
trabajes lo suficiente para ganar una mirada como la mía, capaz de distinguir
matices y sondear sufrimientos”.
No me extraña que
Nietzsche odiara a quienes predican el perdón como una coartada para la baja
autoestima. A Nietzsche la pregunta de mi amigo le habría hecho reír, porque él
soñaba con una humanidad que estuviera “más allá del bien y del mal”, un ser
humano libre de subterfugios, plenamente consciente y asumiéndose
incondicionalmente a sí mismo. Si somos malos, ¿qué importa? Lo importante es
que no pongamos trabas a lo que somos, sea lo que sea, y que nos esforcemos por
hacerlo fructificar. Este canto devoto a la naturaleza humana es hermoso y
necesario: alguien tenía que hacerlo. Pero hay que tener cuidado con sus
consecuencias: uno no puede darse siempre la razón a sí mismo, sencillamente
porque no siempre la tiene. No somos héroes, ni siquiera Zaratustra lo era; a
menudo, su desaforado orgullo encubría una profunda tristeza: “Ésta es mi
pobreza, el que mi mano no descansa nunca de dar; ésta es mi envidia, el ver
ojos expectantes y las despejadas noches del anhelo”. Es bueno intentar ser
bueno, sencillamente porque solo en ese intento el humano construye su
dignidad.
La banalidad del mal es una obra cumbre para la reflexión
sobre la moral. Hannah Arendt la escribió para glosar su asombro ante la
condición humana durante el juicio al exterminador nazi Adolf Eichmann. Lo que
más le impactó no fueron los crímenes de este asesino: el mayor horror estaba
en la frialdad con la que Eichmann había cumplido las órdenes recibidas. Cuando
le preguntaron si se sentía escandalizado al comprender las dimensiones de su
atroz tarea, él, con toda naturalidad, repuso que no, que se limitaba a
ejecutar de la manera más eficaz posible la misión que le habían encomendado.
El mal de Eichmann, aun siendo horroroso, era a la vez banal: era una maldad
que él sentía más allá del bien y del mal, un mal sin profundidad, sin
consistencia; un mal mecánico que tenía sentido solo porque había sido incluido
en las instrucciones de sus jefes. Eichmann no era un monstruo, era un
burócrata (aunque eso sea lo que nos parece más monstruoso): “El
arrepentimiento es cosa de niños”, expuso fríamente. No puede extrañarnos la
estupefacción de los asistentes, la misma que sintió Arendt y que nos intentó
presentar como un espejo de la banalidad de nuestros propios males, numerosos y
terribles precisamente porque nos parecen dotados de sentido. “Dostoyevski ―escribe Arendt― en una ocasión
cuenta que en Siberia, entre docenas de asesinos, violadores y ladrones, nunca
conoció a un solo hombre que admitiera haber obrado mal”. Para nuestro mal
siempre encontramos alguna coartada.
¿Por qué, pues, hay personas malas? Querido amigo,
porque son malas para los demás. Porque los seres humanos hemos decidido
inventar el bien, y al hacerlo nos ha llegado inevitablemente acompañado por su
contrapartida. Hemos decidido entregar nuestra voluntad a la construcción de la
dignidad, pero, a menudo, nuestra dignidad choca con la de los otros. Entonces
nos sentimos perseguidos, cuando en realidad somos un mero objeto, un obstáculo
en el camino de las pretensiones ajenas. Como para Eichmann, para ellos solo
somos un objeto que hay que apartar de la manera más eficaz posible. Al
cosificarnos, nos convierten en algo insignificante, como trivial será, desde
su punto de vista, el daño al que nos sometan. Así deben considerarlo también
los terroristas, esos burócratas de la exaltación, que acumulan cadáveres en el
trastero de su odio, y así se convencen de que están rodeados de enemigos y
solo ellos son los buenos. Lo mismo suelen pensar los resentidos, que justifican
su vocación de verdugos porque primero fueron víctimas: asunto peliagudo de juzgar.
En esos enclaves, nuestro proyecto ético ―el de la voluntad humana― patina, se estrella contra su propia
fragilidad. En puridad, no hay personas
malas. Solo personas que nos someten a la banalidad, a veces terrible, de su
mal.
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