viernes, 29 de septiembre de 2017

Poética del cachivache

Un día tengo que hacer limpieza y tirar un montón de trastos viejos. Cachivaches estropeados o caducos, que fueron útiles para alguien que fui y ya no soy, por lo que ya nunca los usaré.
Siempre dices lo mismo y no acabas de ponerte. Y si te pones, tiras unas pocas cosas, pero con la mayoría te limitas a cambiarlas de sitio. Los objetos te pueden.
Pues sí, me cuesta tirar cosas. Desde pequeño soy un poco trapero. No sé, tendré un síndrome de Diógenes crónico. He almacenado periódicos, cajas, bolsas, aparatos inservibles… Aún conservo muñecos y juguetes de la infancia. Ni te cuento de papeles y libros. Recuerdo que mi madre solo lograba tirar los juguetes viejos cuando no me daba cuenta. Le armaba un escándalo. Me dolía mucho imaginarlos convertidos en basura, amontonados con las pieles de naranja o las cáscaras de huevo. Era como si traicionara a un viejo amigo, como si abandonara a un familiar lisiado. Y aun hoy, cuando tiro los restos de comida sobre mis páginas de notas, me parece estar cometiendo una ofensa.
No sé si te das cuenta, pero hablas de los objetos como si se tratara de personas.
Sí. En un informe psicológico que me hicieron en la escuela, creo que ponía algo parecido: “Aprecia más las cosas que a las personas”. Me sonó al diagnóstico de un enfermo, o peor, a la condena de un desviado.
¿Crees que es cierto?
No lo sé. Yo diría que no, desde luego a estas alturas de la vida no. Pero de niño es verdad que no me sentía muy cómodo entre las personas. Desconfiaba de ellas, sobre todo de los otros niños, con los que no acabé de entenderme. La mayoría me parecían crueles, y desde luego muy poco de fiar. Claro que ellos no tenían toda la culpa: yo era demasiado inseguro, y por tanto susceptible y desconfiado. Me acostumbré a esperar poco de la gente, como dice el protagonista de la película Atando cabos. El mundo no tiene piedad con quien no se hace valer. En fin, lo cierto es que solo me sentía a salvo en la permanencia mineral de los objetos. De ellos sí sabía qué esperar, sabía que no conspirarían contra mí, que no me traicionarían, que no me exigirían el trabajoso esfuerzo de responder a ninguna expectativa.
Pero eso es el egocentrismo en estado puro: tenerlo todo a tu disposición incondicional, recibirlo todo sin tener que dar.
Sí, una fantasía perfecta, ¿verdad? Creo que nunca acabé de reponerme de que el aprecio ajeno fuese un intercambio. El egoísmo humano fue mi primer tema filosófico, ya me atormentaba en mis primeros diarios. Supongo que nunca me repuse del todo del egocentrismo primitivo. Pero te diré una cosa: no sé si fue el egocentrismo el que me hizo inseguro y receloso, o si fue la incapacidad para hacerme valer la que me llevó a refugiarme en mi mundo, al margen de los otros. Lo diré de otra manera: no sé si sufría tanto entre los demás porque sentía que no tenía nada que ofrecerles para que me consideraran valioso, o si decidí que no valía la pena el esfuerzo por ganarlos.
Pero con el tiempo cambiaron las cosas. La gente te apreció, y te aprecia. Aprendiste a adaptarte.
¡Qué remedio! Tuve que apartar a un lado mis sentimientos y mostrar la cara que convenía. Cobré conciencia del ascendente de la tribu, que no tiene escapatoria. Y entonces sucedió lo inesperado: descubrí que la inmensa mayoría de la gente no tenía ninguna intención de perjudicarme o humillarme, se limitaban a moverse según sus intereses. Si yo les ofrecía algo de lo que buscaban, me ganaba su amistad. Es más y esto fue para mí un descubrimiento insólito: llegaban a profesar hacia mí un afecto sincero, y yo mismo les quería, porque entendía sus carencias y sus sufrimientos, comprendía las dificultades de su propia lucha por abrirse paso.
Entonces te repusiste de aquel aislamiento infantil.
No del todo. Conseguí amar, y dejar que me amaran, pero solo hasta una cierta proximidad. Si se me acercan demasiado, vuelvo a reaccionar como el niño que fui, desconfiado y a la defensiva. Desde el momento en que espero algo del otro, o sea, que me quieran, me lleno de púas como un erizo. Me temo que ese niño sigue bastante dolido, y por eso no ha conseguido reponerse del egocentrismo. Sigue prisionero de la fantasía de un amor perfecto, gratuito, sin contrapartida. Y, al no encontrarlo, se pone insoportable. Por eso no he conseguido tolerar las relaciones íntimas. Mira que lo he intentado, de verdad, pero acabo arreglándomelas para que se conviertan en verdaderos infiernos. Demasiada susceptibilidad, demasiada expectativa: demasiado rencor. Demasiado expuesto: es imposible entregarse al amor cuando uno tiene miedo. ¡Qué le vamos a hacer! Me he acostumbrado a vivir solo.
¿De verdad te has acostumbrado? ¿Sin tristeza, sin resentimiento?
A veces, si me paro a pensarlo, me compadezco de mí mismo y me pongo quisquilloso con la vida. Y le reprocho el hecho de que no me haya dotado para la calidez de las proximidades, para la ternura de las compañías. Pero luego, cuando el ánimo se serena, me digo que, a mi manera, he conocido el amor: el aprecio amplio con la gente, eso que los griegos llamaban filia, y que tiene tanto que ver con la bodichita budista, la compasión; el cariño sincero por mi familia, por mis amigos el recuerdo agradecido de alguna de mis parejas; y, solo por una vez, el amor deslumbrante, ardiente y a la vez fresco, arrollador y a la vez sereno, que únicamente ha logrado inspirarme mi hijo. Con todo eso se puede llenar de amor una vida. Soy afortunado: habrá quien tenga menos.
Muy bien, pero, ¿y el eros? ¿Y la intimidad, y el compartir, y la entrega del amor cercano, el que toca y daña, el que no se guarda una vía de escape?
Sí, ya te digo, habría estado bien un poco más de eros. Y a menudo siento nostalgia de la intimidad. Pero se me pasa en seguida. La soledad sonora, la soledad que florece y quiere fructificar en beneficio de todos, me parece un proyecto hermoso y digno, casi tan valioso como la intimidad. Hay quien lo considera incluso más. Yo no lo creo, al menos en mi caso: ni dedico mi tiempo a ayudar a los necesitados, ni siento vocación de servicio, como dicen los religiosos. Pero algo hago: trabajo duro por los niños y las familias en la escuela, me esfuerzo por colaborar en que las cosas funcionen y que haya un clima alegre y sano a mi alrededor, habilito lo que está en mi mano por ayudar… Me comprometo en un proyecto personal que responda a una ética. Pienso, escribo, y eso también lo entrego a mi manera. No creo que mi vida haya sido en vano.
Y llenas tu intimidad de objetos, en lugar de personas, como ponía en aquel informe.
Pero no de un modo compulsivo. Lo hago desde la poesía, desde la mística de las cosas. No la invento yo. Es obvio que cada objeto cuenta una historia; y los objetos que nos acompañan están impregnados de una parte de nuestra vida. Las cosas tienen su poética y su magia. Nuestros antepasados ya guardaban recuerdos, y atesoraban amuletos; proyectaban en ellos un poder, una intensidad, que los polinesios denominan mana. El sociólogo francés Lévy-Bruhl llamaba “participación mística” a esta resonancia entre sujeto y objeto. D. S. Bond, en su libro La conciencia mítica, confiesa que lleva desde hace años una piedra en el bolsillo que, por su forma parecida a la punta de una flecha, le transmite esa intensidad, ese mana: “¿Qué estoy tocando? ¿Qué es lo que tengo en mi mano? ¿Un trozo de piedra o un trozo de alma?” Se trata, en el fondo, de nuestra capacidad simbólica, la que resuena en los mitos, la que impregna de significados subjetivos, proyectados, un mundo que por sí mismo no significa nada.
¿Eso es lo que ves en los cachivaches de tu casa?
Eso es lo que vemos todos. Ya lo sentían nuestros antepasados, cuando erigían grandes piedras para evocar a los ancestros. Los megalitos eran más que piedras: eran un símbolo de la eternidad. ¿Por qué se enterraba a los muertos con sus pertenencias personales, sus armas, sus collares de huesos y pechinas? Porque esas cosas habían acompañado a la persona, se habían impregnado de ella. Los trastos viejos son símbolos de un tiempo, los vestigios de un ser querido. Nos sirven y nos acompañan. Desprendernos de ellos es perder una parte de nosotros.
Por eso precisamente tiene valor deshacernos de ellos. Ese esfuerzo nos educa en que la vida es cambio, pérdida incesante. Al desapegarnos de las cosas aprendemos a dejarnos ir a nosotros mismos, y a todo lo que creemos que nos define y en realidad nos atrapa. Desprenderse es liberarse de lo muerto y optar por lo vivo. Solo así podemos caminar más ligeros.
Pero la mayoría no queremos caminar más ligeros. La mayoría lo que buscamos son lastres que poner en los bolsillos, para que la insoportable levedad del ser no nos haga salir volando.
Eso se entiende, dentro de un límite. La justa medida aristotélica. Porque también hay que volar de vez en cuando. Y resulta que un día uno quiere hacerlo, y se encuentra con un montón de obstáculos que ha ido ido acumulando silenciosamente, como un limo del pasado, que no deja sitio a lo nuevo.
Sí, eso lo veo. Está bien llevar una pequeña piedra en el bolsillo, pero una acumulación de menhires nos aplastaría.
También hay una poética en el desprendimiento. La poética del desapego, de la pérdida y la renovación, de los ciclos del tiempo y el renacer de la vida. El prototipo del sabio occidental es el alquimista, que vive en un caserón repleto de libros viejos y cacharros. En cambio, el sabio oriental se retira a una choza en la montaña, y apenas tiene una manta con qué cubrirse y una olla donde cocinar; y si se las roban escribe, como el maestro zen Ryokan: “El ladrón se dejó la luna en la ventana”.
Bueno, yo soy occidental y me gustan los trastos. Pero me temo que abuso de ellos. Creo que aún estoy a tiempo de evitar caer en un síndrome de Diógenes severo. Este verano voy a hacer limpieza.

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