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Cuando somos crueles

A menudo somos crueles. Replicamos con un sarcasmo injustificado, nos ensañamos en represalias desmesuradas, incluso humillamos a un inocente (¡que podemos ser nosotros mismos!). Hay en ello un extraño placer y una aguda tristeza. El placer de sentirnos poderosos, capaces de dispensar el mal por pura voluntad. La tristeza de no poder hacerlo sin presentir que en ese capricho siempre estamos echando a perder algo valioso: el poder que nos otorga la crueldad tiene siempre algo de impotencia.


La crueldad nos recuerda que el bien es un empeño, una tarea nunca acabada en la que hay que insistir a cada instante, y que a veces tenemos que realizar contra corriente. Que nuestro interior siempre guarda extraños rincones donde se agazapan los demonios. Es lo que Jung llamó “la sombra”, el reverso de nuestra aspiración ética. Algo en nosotros no se siente del todo cómodo en la bondad; a veces la impugna abiertamente, casi siempre la boicotea lanzándole escaramuzas desde sus cuarteles clandestinos. Procuramos mirar hacia otro lado, creer que son meras debilidades que controlamos; insistimos en darnos la razón y en convencernos de que en realidad somos buenos; somos maestros en echar a los otros la culpa de nuestras iniquidades. Pero si nos examinamos con sinceridad, si somos lo bastante valientes para escudriñar en nuestro interior, deberemos admitir que la bondad es siempre una tarea frágil e inacabada.

Hay dos tipos de crueldad terribles, porque nos dispensan de nuestra responsabilidad, que es el único baluarte de la ética. La peor es la crueldad burocrática, la que nos disocia de nosotros mismos y nos convierte en meros instrumentos de algo superior: un ideal, un jefe, un cargo. Esta crueldad no tiene cortapisas, al deshumanizarnos (a nosotros como ejecutores, y al otro como víctima) se convierte en una mera transacción; es una insignificante operación ente autómatas. No implica ni nuestros valores, ni nuestro autoconcepto, ni nuestra conciencia. No implica, sobre todo, la noción de dignidad.
Hannah Arendt la descubrió, atónita, en el juicio al que en 1961 se sometió a Adolf Eichmann (el dirigente nazi responsable de la muerte de miles de judíos) en Jerusalén. A juzgar por las declaraciones de Eichmann, al acusado no había afrontado el menor problema ético a la hora de decretar deportaciones o asesinatos en masa; es más: se sentía orgulloso de haber “resuelto” el problema del exterminio de una manera rápida, piadosa y eficaz. En ningún momento se le planteó la duda de si era correcta o no la aniquilación masiva de personas inocentes: él solo estaba cumpliendo órdenes, y hacerlo constituía su valor más elevado. Arendt llamó a esa frialdad desconcertante “la banalidad del mal”: Eichmann era, sin duda, un carnicero, un criminal, pero tras su crueldad no había ninguna intención, ningún ensañamiento con las víctimas; dadas las reglas de juego (unos valores que tenía por superiores), esa tarea le parecía tan natural como cobrar impuestos o poner multas de tráfico. Ante un mal tan gigantesco, tan inapelable, lo más desconcertante, se diría que lo más ofensivo, es precisamente esa banalidad, ese pragmatismo burocrático que se limitaba a ejercer un cometido con eficacia. Se trata, en efecto, de una interrupción de lo humano, un comportamiento de autómata, sin profundidad emocional ni temblor empático.
En los años 40, Adorno y Horkheimer describieron estas tentaciones de la atrocidad en su Dialéctica de la Ilustración: la razón tiene sus propios peligros, y, llevada hasta sus últimas consecuencias, produce monstruos como el nazismo. No cabe duda de que la actuación de los nazis, como la de todos los fanáticos y terroristas por justos que sean sus ideales, muestra una lógica aplastante: si el objetivo es cualquier tipo de excelencia que se halle por encima del bien y del mal, lo propiamente humano incluida la dignidad queda en un segundo plano; resulta espantosamente lógico considerarlo un obstáculo que hay que eliminar. En realidad, la razón tiene, por sí misma, algo de inhumano, y esto nos confirma el peligro de tomarla como referencia máxima, sin contar con un marco de valores que instaure el derecho y el respeto mutuo como condición inexcusable. Los nazis adaptaron el imperativo categórico de Kant  “Obra de tal modo que tu acción pueda valer como norma universal” a su visión del mundo: “Obra como si Hitler te estuviera observando en todo momento”; así lo hizo Eichmann, y en ese sentido sus atrocidades quedaban perfectamente legitimadas a sus ojos. Eichmann practicaba una crueldad quirúrgica, y, desde su perverso punto de vista, estaba colaborando en el desarrollo de un mundo mejor. Da escalofríos pensarlo así, pero solo porque persistimos en observarlo desde una ética de la dignidad universal, y no de la lógica pura. Cuando una bomba terrorista sea del bando que sea provoca la muerte de cientos de personas, está cumpliendo a rajatabla su papel de instrumento de un ideal superior a las propias personas: un ideal, por tanto, inhumano.
Otro tipo de crueldad que renuncia a lo humano es la barbarie tribal: las matanzas durante la disolución de Yugoslavia o los choques entre hutus y tutsis en Ruanda, por poner solo dos ejemplos más o menos recientes. En estos casos, la anulación de los valores universales y de la dignidad humana se efectúa desde el otro extremo: ya no se trata de llevar la lógica hasta sus últimas consecuencias, sino de renunciar a cualquier tipo de lucidez, entregándose a la emocionalidad pura del odio y el terror. La guerra, de hecho, al establecer un marco de excepción en el que quedan anulados los principios habituales, avanza fácilmente hacia esos tipos de barbarie, en los que la crueldad deja de ser la excepción para convertirse en la regla.

Casi todos nos escandalizamos sinceramente ante estragos tan excepcionales, y pocos de nosotros, juzgándolos desde fuera, los consideraríamos justificables. Desgraciadamente, están ahí para recordarnos que son patrimonio de la condición humana (que tan fácilmente degenera en la inhumanidad), que siempre permanecen como una potencialidad, a la espera de las circunstancias apropiadas. No es que la crueldad sea posible, es que está ahí, más o menos dormida o despierta, formando parte de nosotros, de nuestras motivaciones y nuestros actos. Lo excepcional de sus atrocidades mayores no debería servirnos para ocultar como hipócritamente pretendemos casi siempre cuántas pequeñas crueldades jalonan nuestros días. Y si de verdad nos proclamamos enemigos de su imperio, hemos de empezar por descubrirla, denunciarla y corregirla cuando se nos cuela en una de sus escaramuzas aparentemente triviales.
Porque a menudo somos crueles. El hecho de que muchas veces no nos demos cuenta debería alertarnos contra nuestra ceguera de lo que no nos conviene. El que otras veces nos demos cuenta y nos parezca justificado, debería prevenirnos sobre la facilidad con que solemos darnos la razón. Cuando en un grupo se crean sectores enfrentados entre sí, es probable que los miembros más vulnerables de cada lado sufran con mayor saña las consecuencias de esa guerra, tal vez más si es larvada; como sucede entre ejércitos, los jefes suelen mantenerse en lugar seguro, maquinando y agitando para movilizar a sus subordinados. En todos los grupos, además, existen individuos que se sitúan más bien lejos del centro, rozando la exclusión; estos son los que tienen más números de que les toque hacer de carne de cañón, de chivos expiatorios, o de víctimas de la temida exclusión. Toda guerra tiene víctimas colaterales, que suelen ser las menos interesadas en ella; quedan atrapadas entre dos fuegos, pereciendo en su angustioso intento de situarse de un modo que las preserve sin obligarles a comprometerse. No es extraño que la mayoría de la gente procure ocupar un puesto aceptablemente próximo al líder (lo reconozcan o no, compartan o no sus arbitrariedades): esos son los lugares más seguros. Los desheredados son siempre las principales víctimas de la crueldad grupal, Girard lo explica bien en El chivo expiatorio.
¿Y qué hay de la crueldad individual? La ejercemos a menudo contra el amigo que no nos da la razón porque preferimos que nos den la razón a que nos digan la verdad, contra el cónyuge que no se adelanta a los deseos que jamás formulamos si realmente me quisiera habría entendido lo que necesito, contra nuestros indefensos hijos cuando no responden a nuestras expectativas eres un flojucho, pareces una nena… Sometemos a ella a gente con la que nos cruzamos, simplemente porque nos molestan en alguna cosa, o porque tenemos un mal día un vecino que no cierra la puerta del edificio, un camión de la basura que nos impide pasar mientras trabaja, un conductor que nos adelanta…. Se la lanzamos a quienes nos caen mal, quienes se interponen en nuestro camino, quienes hicieron una vez algo que nos molestó y que se mantiene vivo en las catacumbas del resentimiento… Y en todos esos casos siempre creemos tener buenas razones para nuestra arbitrariedad: si somos crueles es porque los demás nos obligan a serlo, no porque nosotros lo elijamos o nos sintamos impulsados a ello.
Y somos crueles también con nosotros mismos. Dentro de nosotros hay muchos en uno: nuestras partes soberbias, arbitrarias, rígidas, frustradas, someten a su crueldad a ese lado de nosotros que es blando e infantil, temeroso y vulnerable. No hay peor autoritarismo que el de nuestros déspotas internos, que nos prohíben llorar, pedir ayuda, equivocarnos…, o nos lo reprochan al hacerlo.

No creo que podamos extirpar la crueldad por completo, ni de nosotros como individuos, ni de nuestras relaciones y nuestros grupos. Quizá tampoco debamos: hacerlo podría formar parte de una nueva crueldad, de otra dictadura de la razón o la sinrazón. Sencillamente, la crueldad nos habita, como lo hacen la envidia, el odio, el afán de venganza, el resentimiento… Están ahí para recordarnos que somos humanos, es decir, animales, condicionados por eones de evolución, expuestos a la carencia y el peligro, condenados al deterioro y a la muerte. No hay más remedio que admitir lo que no nos gusta de nosotros mismos, aunque haga mella en nuestra autoestima.
Pero aceptar esas sombras en nosotros no implica transigir con ellas. No tenemos por qué ponernos de su parte. Estar prevenidos, saber que están ahí y admitirlo, ya es mucho: al menos no nos impulsan desde la inconsciencia. Entonces tenemos la opción de dar un paso más: elegir. En la pequeñez humana cabe la grandeza de lo prometeico: el criterio que cristaliza en proyecto, el proyecto que se despliega en acción. La caída y la vuelta a la casilla de salida, como en el juego de la oca. La ética nunca está en las llegadas, sino en las salidas, o más bien en los vericuetos del camino; hay que ser obcecado en el viaje, aun sin saber hasta dónde conseguirá llegar, aun presintiendo que no nos llevará muy lejos. Así se reconstruye la autoestima herida: impregnándola de voluntad. Seguiremos siendo crueles, pero no queremos serlo, y, a veces, puede que logremos evitarlo.

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