Todos tenemos para
nosotros mismos un amor incondicional, puesto que somos nuestro hogar; y otro
amor condicional, puesto que nos juzgamos. Hablar de una relación con nosotros
mismos implica una división interior entre el que observa y lo observado, entre
el que juzga y lo juzgado. Para la mística oriental, hay que superar esta
división, pues toda frontera, como Ken Wilber explicó bien, establece un
conflicto; pero nosotros los occidentales la tenemos demasiado arraigada, y
puede que nuestro trabajo consista más bien en conocerla, familiarizarnos con
ella y aprender a sobrellevarla de la mejor manera.
Tal vez podamos
considerar nuestra identidad rasgada de arriba abajo por esas grietas que nos
disgregan en mil personajes: dentro de nosotros, somos multitud, y ese fenómeno
es clave para nuestra identidad (para bien y para mal) y para nuestra vida. Es
probable que se trate de una consecuencia de la propia idea de identidad: desde
el momento en que establecemos que “somos alguien”, trazamos una divisoria
entre lo que (supuestamente) somos y lo que no somos (o no queremos ser), pero
además entre el divisor (que observa y juzga) y lo dividido.
En esas guerras estamos,
y de cómo las resolvamos dependen, en buena parte, nuestra paz interior y nuestra
satisfacción con la vida. Decíamos que una parte, quizá la propia esencia del
amor propio es condicional: eso resulta decisivo para nuestras relaciones sociales,
puesto que la autoestima fue construida, precisamente, dentro de la
sociabilidad. En la relación con los otros aprendimos a considerar nuestro
valor como relativo, en función de una serie de exigencias que son normas ―explícitas o no― del entorno y de
nuestra familia. Responder a la norma significaba "estar bien"
(siguiendo la sugerente terminología del Análisis Transaccional), ser
aceptable, apreciable, querible; no responder, o hacerlo deficientemente,
implicaba la desvalorización y el rechazo (uno y otra se refuerzan mutuamente).
Y pocas cosas más angustiantes que el rechazo.
Así que para evitar
ser rechazados, hemos ido acostumbrándonos a adelantarnos, componiendo un “Yo
ideal” con los rasgos que suponemos deseables, y procurando ajustar a él nuestro
Yo real. De entrada parece un mecanismo útil, inteligente y práctico, pero
plantea al menos un problema: ¿qué pasa cuando somos incapaces de ajustarnos al
Yo ideal? ¿Qué pasa si, incluso, no deseamos hacerlo? Puesto que hemos
interiorizado las valoraciones y las exigencias planteadas desde fuera, es
probable que nos avancemos al rechazo ajeno con un rechazo propio. La ecuación
se escribe por sí sola: a mayor exigencia, mayor probabilidad de rechazo.
Normas externas,
exigencias interiorizadas: ambas cuentan y se apuntalan mutuamente, y, aunque
se supone que la madurez conllevaría un progresivo predominio de las segundas,
una mayor autonomía de criterio, lo cierto es que la opinión recibida de los otros
tiene siempre un gran peso, y el amor propio, como cualquier amor, no ha dicho
nunca la última palabra.
Por otra parte, ¿qué
pasa con las contradicciones, las tensiones, la dialéctica entre los distintos
elementos del sistema? Para empezar, hay una lucha entre el amor incondicional
(me quiero, o quiero quererme) y el condicional (pero resulta que para quererme
debo cumplir determinados requisitos), hasta el punto de que el primero puede
optar por llevar la contraria o boicotear las exigencias del segundo: al fin y
al cabo, me están poniendo obstáculos para mi amor incondicional, no me dejan
quererme tranquilamente como sería mi vocación.
Pero luego están,
además, las contradicciones entre los propios mensajes de exigencia: se me
puede requerir que sea a la vez complaciente y orgulloso, riguroso y amable, o,
como se dice popularmente, "bueno pero no tonto". ¿Cómo se armonizan
estos choques de exigencias?
Los antiguos hablaban de prudencia, de equilibrio, de
sentido común. Ahora se habla de asertividad. Nada de ello es fácil. Hay quien
tiene un don natural para hacerlo, y eso tiene mucho que ver, probablemente,
con disponer de una firme autoestima incondicional, ese amor interno que según
los psicólogos se construye en los primeros años. No todos salimos bien parados
de ese trabajo. ¿Qué nos queda a los que no lo construimos? Sobrellevar la
neurosis y procurar aprender. ¿Aprender qué? A amarnos mejor y no exigirnos tanto.
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