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La felicidad forzosa

Parece que sea obligatorio ser feliz a toda costa; que la desdicha sea considerada una tendencia morbosa, una especie de extravagancia patológica o hasta malintencionada; que el satisfecho sea considerado moralmente superior al afligido (cosa curiosa: antes, cuando predominaba la moral cristiana, era al revés). En el capitalismo avanzado, el sufrimiento —en cualquiera de sus formas— es considerado una anomalía que entorpece la producción, una molestia que altera el ritmo maquinal del consumo y el trabajo, por lo que no solo no tiene nada de noble, como quería el cristianismo, sino que su pronta anulación resulta un imperativo para el productor eficaz. Ser feliz es lo menos que puede hacer una persona decente.


La tristeza, por consiguiente, resulta sospechosa, como algo perverso o cuando menos estúpido. El triste molesta: al igual que las moscas, se dedica a zumbar y a incomodar a los demás. Es un aguafiestas: roba energía, da trabajo extra y pide siempre más de lo que ofrece. Y lo mismo pasa con cualquier alteración que perturbe el impecable ambiente aséptico del productor y del consumidor, sea un sentimiento (rabia, envidia, indignación…), una actitud (la protesta, la crítica, la rebeldía…) o una enfermedad, que equivale a una traición del cuerpo. El enfermo es un perezoso o un ignorante, cuesta caro al Estado y hace que los demás tengan más trabajo. De hecho, toda disfunción del individuo dentro del organismo productivo es reducida a enfermedad que hay que curar de la forma más rápida y económica posible: de eso se encarga la psiquiatría, en el caso de trastornos mayores. Cuando los trastornos son menores quedan a cargo del propio productor, que se convierte así en sanador de sí mismo, asesorado por las mil recetas que genera para él la industria de la autoayuda.
Nuestra sociedad sanitaria nos ofrece incontables recursos para la felicidad inexcusable, junto a una monstruosa oferta terapéutica. Es responsabilidad del productor buscar el recurso que mejor le ayude a recuperarse o al menos a sobrellevar los baches que puedan estar reduciendo su capacidad de producción. En definitiva, ser feliz es una obligación cívica y moral, y quien no es feliz es porque no quiere. Nuestra sociedad nos presiona para mantenernos saludables y “positivos”, y nos señala con dedo acusador cuando no lo somos. Una persona deprimida, frustrada o indignada plantea una anomalía, y tiene el deber de buscar una solución (corrigiendo lo anómalo en sí misma, claro, no en el entorno); entretanto, deberá retirarse a un lado y no perturbar a los otros productores, que se esfuerzan por mantener su propio espíritu “positivo”.
El productor ideal se levantará cantando, saldrá de casa lleno de optimismo y entrará en su lugar de trabajo con una sonrisa de oreja a oreja; pasará el día entregando su amor a todo: a las personas, a las máquinas, incluso a los semáforos (no es broma, en un calendario de pensamiento positivo se lee la divisa: “Bendigo a los semáforos”; supongo que es más fácil cumplirlo cuando están en verde o uno no tiene prisa, circunstancias que, curiosamente, suelen coincidir). Producirá, comprará y venderá con mucho amor. Y al acabar la jornada una jornada cada día más larga, el productor regresará a su casa agradecido por todos los dones que el mundo le ha dispensado, y tal vez incluso tenga tiempo de dedicar a sus hijos parte de esa alegría profunda que siente en su armonía con el mundo.

¿Qué han hecho con nosotros? ¿Qué hacemos con nosotros cada día? Claro que queremos ser felices, pero, ¿no estaremos exagerando esa idea de felicidad hasta convertirla en un mito que nos subyuga reduciéndonos a autómatas? Nos hemos convertido en fanáticos del tótem de la felicidad, seres simplones que pretenden obviar la complejidad de la vida, sus angustias, sus paradojas. La primera de ellas: pensar demasiado en la felicidad es uno de los principales motivos de infelicidad. Por otra parte, nuestra visión de la felicidad es a la vez limitada y megalómana. Ser feliz, como todo lo humano, debería ser considerado una buena aspiración, un logro sencillo y frágil, un cierto grado de equilibrio en medio de la efervescencia de la vida, más que un estado acabado y definitivo. Las cosas cambian, a menudo los cambios nos arrastran, y en ocasiones nos devastan: así es la vulnerabilidad de la condición humana, y ningún pensamiento positivo ni ninguna pastilla nos curará de ello.
Creo que, más que perseguir explícitamente la felicidad, esa cosa tan grande y melodramática, deberíamos ceñirnos a cosas concretas y trabajar por ellas; deberíamos entenderla más como una actitud, una intención, que como una meta. La felicidad, si viene, lo hará cuando le parezca, y a lo mejor nos acompaña un tiempo y luego se va. En lugar de una felicidad con mayúsculas, habría que hablar más bien de alegría. Creo que este era el verdadero mensaje de los filósofos: toma la felicidad como referencia, pero no te obsesiones en su búsqueda; procura simplemente estar alegre, aspirar a bastante pero esperar poco, aceptar lo inevitable, ir comprendiendo la banalidad de casi todos los caprichos; afronta de cara la tristeza, y, cuando no puedas hacer nada, limítate a aceptarla y tal vez se marche antes. 
Así opinan, creo, Epicteto y Séneca, y por supuesto Epicuro y Montaigne. Si cuidas lo importante (el amor, los proyectos, la salud…), la alegría fructificará por sí misma. Una alegría realista que no nos robe la capacidad de crítica, y la legítima indignación ante lo injusto. Alguien dijo que, tal como está el mundo, lo inmoral sería no sentirse insatisfecho. Uno tiene que ponérselo fácil para aguantar, y hay que seguir riendo en medio de las tormentas si queremos sobrevivir a ellas, pero aún nos queda el derecho —que, si somos coherentes, es un deber— a querer cambiar algo. ¡Y hay tanto que cambiar!

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