Ir al contenido principal

Morir de éxito

Vivir es tener deseos, desear es esperar. Y esperar, además de una inquietud en sí, es abocarse al pesar de lo que no se cumple. Pagamos con dolor comprobar que nuestros deseos no se realizan, o no lo hacen como hubiéramos esperado. Sin embargo, ¿qué color le quedaría a una vida en la que ya se han cumplido por completo? Esa es la paradoja de los deseos: nos roban la felicidad antes de cumplirse, puesto que nos mantienen a la espera, pendientes de lo que nos falta; y nos la roban después, puesto que, una vez cumplidos, ya no los podemos desear: nos hacen morir de éxito.

Yo hubiera deseado amar a una mujer que me amara. Hubiera deseado contar con dinero suficiente para no tener que trabajar y así disponer de más tiempo (este es un deseo que me apremia sobre todo cuando suena el despertador). Hubiera deseado ser un escritor famoso. La vida ha pasado y a veces reviso con melancolía esos viejos deseos, a los que he aprendido a renunciar.

 

Pero, ¿qué habría sido de mí si se hubiesen cumplido? No tengo ninguna seguridad de que, al materializarse, me hubieran hecho feliz. Tal vez el amor pleno acabara por hacerme sentir prisionero, y entonces habría añorado la libertad. ¿Y si hubiera conseguido dinero suficiente para no tener que trabajar? Podría estar más fácilmente a merced del hastío, o del temor a que me roben. Podría sentirme vacío y dedicarme a compadecerme a mí mismo, como me sucede a veces las mañanas de los sábados. ¿Y si llegaba a ser un escritor famoso? Quizá me molestara pensar que otros son más famosos o mejores que yo. O puede que echara de menos el dulce solaz del anonimato.

No digo todo esto para consolarme, como hacía la zorra con las uvas. Lo que deseo, lo deseo, y quisiera verlo realizado, no lo voy a negar. Pero me he dado cuenta de que, las veces que en efecto he logrado lo que pretendía, tampoco solía ser suficiente, o había una letra pequeña del contrato de la vida que no había leído con la oportuna atención, y me encontraba con inesperados efectos colaterales. Ningún triunfo es completo ni definitivo, ni tampoco es garantía de que no sirva  para despertar la avidez de nuevos triunfos. Nuestra naturaleza está hecha para ir siempre más allá, y buena parte de la gracia de la vida reside en esa continua invención de metas, en que siempre quede algo pendiente para dedicarle nuestro afán.

Además, cada ganancia viene aparejada a nuevos problemas. Cada cosa nueva nos exige dedicarle nuevas atenciones. Tener coche es estupendo, pero hay que mantenerlo, lavarlo de vez en cuando, llevarlo al mecánico, pasar la revisión… Todo eso requiere tiempo y dinero. Los que no tienen coche se los ahorran. Y conste que las personas dan mucho más trabajo que los objetos.

 

A veces pensamos que nos gustaría hacer más cosas, que deberíamos enriquecer algunos aspectos de nuestra vida que no hemos desarrollado. Entonces nos apuntamos al gimnasio, a una asociación cultural, a un grupo político; o nos ponemos a estudiar otra carrera. En vacaciones, procuramos hacer algún viaje exótico, de esos que vale la pena contar al regresar. Si no atiborramos el tiempo de actividades parece que estamos perdiéndolo, hasta el punto de que sacrificamos a nuestros proyectos el descanso, la salud, las modestas alegrías cotidianas, los gratos aburrimientos compartidos. Y sucede que un buen día echamos de menos un rato para tumbarnos al sol, para jugar con nuestro hijo, para mirar las nubes en el cielo. Y nos damos cuenta de que cada actividad tenía su precio, y de que a menudo no lo tuvimos en cuenta al comprometernos con ella.

En ocasiones, como en los cuentos, los deseos nos conducen a incómodos puertos, y por eso, en las historia de genios, hay que utilizar el tercer deseo para deshacer el entuerto de los otros dos. Morimos de éxito. Midas quería hacerse rico y Dioniso le otorgó el don de convertir en oro cuanto tocara; resultó que no podía comer, y entonces le rogó que le retirara tan diabólico poder. Tuvo que ir a bañarse a no sé qué río, viaje que debió costarle toda su fortuna. Lo imaginamos atormentado, sudando gotas doradas, y podemos concebir su alivio cuando restauró su vida cotidiana.

El budismo aspira a anular los apegos, o al menos reducirlos a lo imprescindible. Sin embargo, tomado de un modo muy estricto, eso parece poco humano: sin deseos no tendríamos metas, no partiríamos de viaje, no emprenderíamos aventuras, no nos entregaríamos apasionados a la creación. “El deseo es la esencia misma del hombre”, opinaba Spinoza. Y el rabino Midrash Tehilim sentencia: “Si no fuera por la envidia el mundo no existiría, el hombre no se casaría con una mujer, no construiría una casa y no plantaría un árbol”.

 

Los deseos ponen color en el mundo, siempre que no se conviertan en obsesivos y no nos esclavicen, siempre que sepamos recordarnos que no son imprescindibles. Está bien que siempre nos quede algo por hacer, así la vida sigue rodando en pos del futuro. Pero si ese futuro posible, por el hecho de responder a un anhelo, nos impide disfrutar del presente; si lo que está por conseguir nos roba lo que sí se ha cumplido, entonces tenemos pendiente aprender a ponerle coto.

Porque, como ya enseñaba Epicuro y nos recuerda A. Comte-Sponville, la verdadera felicidad reside en valorar lo que se tiene, y en saber disfrutarlo. ¡Y tenemos tanto! Eso es vivir con éxito. Lo demás debería parecernos solo un juego.

Hay placer, y hay alegría, cuando deseamos lo que tenemos, lo que hacemos, lo que es.
A. Comte-Sponville.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Menos lobos

Quizá resulte que, después de todo, Hobbes se pasó de desconfiado, y no somos, ni todos ni siempre, tan malas bestias como nos concibió en su pesadilla. Tampoco vamos a caer con Rousseau en la fantasía contraria, y soñarnos buenos por naturaleza, pero basta echar un vistazo a nuestros rebaños para comprobar lo dóciles y manejables que llegamos a ser mientras nos saben llevar. A veces nos sacamos los dientes unos a otros, pero rara vez llega la sangre al río, y aún más raramente conspiramos contra la imposición de la costumbre, por injusta que nos parezca. Es lo que sacaba de quicio a Nietzsche: predominamos los temerosos y los conformistas, y a menudo hasta proclamamos «¡Vivan las cadenas!», mientras, agradecidos, apuramos nuestro plato de sopa. ¿No exageraba el inglés al dictar que se nos amarre con rigor para evitar que nos desgarremos mutuamente?  Marx ya apuntó que la lucha más enconada no es entre individuos, sino entre clases sociales, y tal vez aún más en el pulso de los po...

Niveles de interacción

Las relaciones humanas se desempeñan en diversos niveles de proximidad. Entre la compra en una tienda desconocida y una conversación íntima de amigos media todo un abanico de transacciones que varían en intensidad y sentido, y que cuentan con su propio código y su protocolo característico. Aquí proponemos cuatro niveles básicos de interacción, de menor a mayor compromiso, y que por simplificar identificamos como usufructo, gentileza, afabilidad y afecto. En el usufructo solo hay interés e instrumento. Muchas de nuestras interacciones cotidianas son con extraños. Encuentros accidentales regulados por un código superficial, en los que el individuo carece de significado personal y queda estrictamente reducido al rol (y al guion) que le corresponde en la transacción concreta. En esas interacciones ocasionales, breves y esquemáticas, el valor atribuido al sujeto es puramente instrumental: cada cual actúa exclusivamente en función de su interés concreto (¿qué necesito de ti?) y trata al otr...

Releyendo a Montaigne

A Montaigne, como a un viejo tío sabio, hay que volver a visitarlo de vez en cuando. Siempre es un gusto y uno nunca se va de vacío. El perspicaz francés, acomodado frente al hogar en su torre y con una copa de Burdeos en la mano, nos escucha tocar a la puerta y sonríe: sabe que el mundo gira sin detenerse, y que todo regresa. Montaigne convirtió su propia vida en objeto de filosofía. Desde que lo leí por primera vez, descubriendo en él a un padre y maestro mágico, me propuse seguir sus pasos en cada reflexión. La única filosofía que le urge al ser humano es la que lo enfrenta a su propia vida; la que le aporta elementos para conocerse a sí mismo y para saber cómo vivir mejor.  No se trata de mero narcisismo: lo propio sirve solo como punto de partida. Todo lo que somos incluye a los demás, y todos nos parecemos. Empiezo por mí porque soy lo que me queda más cerca, y eso multiplica la motivación y la información; como contrapartida, me resta perspectiva. Si hay que ser cauto en lo...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...