“Todo pasa y todo
queda”, glosa Machado, resumiendo la enigmática paradoja de la marcha
de las cosas: la vida es cambio permanente, pero cada entidad nueva acrisola
una larga historia de causas y sucesos. Nada está quieto y, sin embargo, uno
tiene la impresión de que todo se repite. Nietzsche expresó su fidelidad
incondicional a lo que es, proclamando su eterno retorno, pero a la vez se
presentaba como el apóstol de un futuro luminoso por construir. ¿Somos los
mismos a lo largo de la sucesión de los instantes, o a cada segundo el mundo
surge de la nada, como hace la música, y nosotros con él?
El problema del cambio
apasionó a los griegos, que fueron los primeros en asumirlo conceptualmente,
bien para aceptarlo, bien para rechazarlo. Algunos creyeron hallar la solución
inventando distinguiendo, arbitrariamente, entre esencia y apariencia: la
esencia sería verdadera e inmutable; la apariencia, sujeta a transformación,
constituiría una suerte de despreciable espejismo.
Dos filósofos
llevaron sus posturas hasta las últimas consecuencias, dando origen a una
polémica que es madre de todas las demás, y en la que todas están, de hecho,
contenidas.
Por lo que sabemos,
Heráclito de Éfeso comparó la existencia con un río, y concluyó que no es
posible bañarse dos veces en el mismo. De este modo, la realidad cobraba
proporciones de torbellino, de evolución constante y cadencia imprevisible, de
corriente donde no es posible asentar pie firme, y no cabía sino seguir
adelante, asistiendo a la metamorfosis constante de las cosas, y dejándose transfigurar
incesantemente por el fuego de la vida.
En cambio, Parménides
de Elea defendió el punto de vista diametralmente opuesto. Tiene que haber un
punto fijo sobre el que gira lo que percibimos, porque de lo contrario no
existiría nada, no habría realidad cognoscible, únicamente una sopa caótica e
indiferenciada en la que nada podría distinguirse ni entenderse. “Lo que es, es
―sentenció―; y lo que no es, no
es”. De este modo, Parménides consolidaba la escuela de desconfianza hacia los
sentidos y culto a las leyes del pensamiento, que ya había estipulado Pitágoras
con su mística de la matemática. Por su parte, Heráclito se había decantado más
por las percepciones, y prefería ver a entender.
De Parménides nos ha
llegado la actitud intransigente y autocomplaciente del conservador, el
purista, el fanático. En ella no hay lugar para la duda o la crítica, solo una
absoluta confianza en los principios —¿prejuicios?— establecidos. De ahí se
sigue la desconfianza hacia todo lo diferente, que es a un tiempo insulto y
amenaza para lo propio. Hay que defenderse de ello, y, eventualmente,
eliminarlo.
“Lo que es, es. Y lo
que no es, no es”, clama el fanático. No hay margen para el encuentro, para el
pacto, para el mestizaje. No hay margen para dudas, síntesis, matices. Mi
limitado círculo de luz es la verdad, en él se cimentan radicalmente mi
identidad y mi seguridad. En su afán por lo inamovible, el conservador
preferiría parar el tiempo y reducir el espacio hasta el punto en que él
gravita. Le complace el pasado porque en él nada puede cambiar, y el futuro le
llena de inquietud, por lo que inventa un objetivo, una meta: generalmente, el
regreso a la Edad de Oro, el tiempo en el que sus principios, antes reinantes
en una era más pura y posteriormente desterrados por la barbarie, se habrán
reimplantado universalmente y no cabrán discrepancias ni diferencias.
Como indica el marxismo,
los más susceptibles a esta posición son los que más tienen que perder con el
cambio: los propietarios, los poderosos, los triunfantes. Puesto que tienen que
“conservar”, es consecuente que sean conservadores. Sin embargo, esto no lo
explica todo. El totalitarismo hace mella, a menudo, en las masas
desfavorecidas. Al margen de sus intereses de clase, lo que les mueve a estas es
el miedo y la inseguridad. Añoran una figura y una ideología lo suficientemente
fuertes para protegerlos y conseguir lo que anhelan: en definitiva, la ausente supremacía
paterna.
El desamparado sueña con
el reino del amparo. La figura paterna se ve colmada en el líder autoritario. Él
es quien les alivia el desabrigo, les alimenta la esperanza, les promueve la
seguridad. Tardarán en apreciar que el autoritarismo nos protege, aparentemente,
porque nos aplasta, y que el totalitarismo, en su afán por eliminar lo
diferente, acabará por señalarlos como diferentes —y por tanto dignos de ser eliminados—
a ellos.
Otra vertiente en la
que el totalitarismo gana adeptos es entre la juventud descontenta de la clase
media. Una vez más, nos encontramos con la inseguridad y la falta de
referencias: cuando uno está descontento y quiere expresarlo en la lucha,
necesita que se le proporcione un grupo, un jefe y un enemigo. El adolescente
desinformado (o “de-formado”) encontrará en los totalitarismos una esperanza de
fuerza y acción. El fascismo, el nacionalismo, cualquier populismo, le
procurarán una identidad, proyectada en banderas, símbolos, signos, uniformes,
himnos..., y, ante todo, en la masa donde puede sentirse acogido, respetado,
tenido en cuenta.
También se le
aportarán mitos que lo conectarán, aparentemente, con una tradición antigua y
firme; y sobre todo un líder, ese jefe carismático de connotaciones legendarias,
casi mágicas, iluminado, perfecto, elegido por los dioses, por encima del bien
y del mal. Se le señalará una misión aparentemente buena y hasta desinteresada:
depurar, limpiar el mundo de lo imperfecto y lo distinto, para mayor grandeza
de lo realmente valioso, que es lo propio. Esa misión conlleva un enemigo: todo
lo diferente.
En la obsesión por la
limpieza étnica y social apreciamos el equivalente colectivo de la obsesión por
la limpieza del enfermo psíquico. Ambas obedecen a un mismo trasfondo
psicológico: una personalidad insegura, frágil, temerosa, abrumada; así como, a
menudo, deficiente en autoestima. ¡Qué distinto el fuego de Heráclito, que lo
renueva todo, que está dispuesto a no dejar de crear y ser creado, y por tanto
impregnado, contaminado, fecundado por lo extraño! ¡Qué diferente el superhombre
de Nietzsche, tan mal comprendido, el individuo que se hace a sí mismo y por sí
mismo, refractario a toda sumisión, Sísifo dichoso!
El totalitarismo, en fin, barre el mundo porque no
puede entreverarse con él, como el niño que rompe el juguete que no le dejan
usar. Es una historia de amor fallida, que, desesperada, se ha descompuesto en
odio. Y hurga en el pasado porque es incapaz de concebir lo nuevo para el futuro.
Es la razón dormida, produciendo monstruos.
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