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Amar lo que duele

No estamos hechos para amar lo que duele. Duele, precisamente, para que no lo amemos, para que lo rechacemos, para que entendamos su condición de enemigo. El dolor es un semáforo, un piloto de alarma. Algo funciona mal y nos transgrede. En términos de Spinoza, algo contraría nuestra fuerza vital, y socava nuestra alegría. Un biólogo diría que amenaza nuestra persistencia. 


Sin embargo, el dolor nos habla también de otras cosas, y su palabra es siempre sabia. Nos instruye sobre lo que hay que desear y lo que es mejor dejar marchar aunque nos cueste. Nos emplaza a preguntarnos por lo bueno y lo malo, porque el dolor es siempre malo, pero lo bueno es a veces doloroso. Nos educa en nuestra pequeñez, que tal vez podamos compensar con la grandeza de aceptar. 
Friedrich tenía razón: amar lo que duele es ya convertirlo en otra cosa. Es absorberlo en el alma hasta confundirlo con nosotros. Es salvarse del miedo zambulléndose en su centro, allá donde es tan puro que no duele, porque lo ocupa todo y no puede verse. Él, que conocía bien el dolor, estaba dispuesto a asumirlo como un precio de la autenticidad; si optamos por la vida, hay que hacerlo hasta las últimas consecuencias. Como nos pasa con los seres queridos, no se puede tomar solo una parte: hay que amarlos completos, incluido lo que no nos complace. Esto dice mucho sobre lo que es realmente el amor: una afirmación incondicional, que solo elige al principio, y que el resto del tiempo acepta y defiende. 

El amor tiene sus propios padecimientos, y por eso a veces preferiríamos no amar. El principal es afrontar que un día terminará: o languidecerá el propio amor, porque así somos las personas; o se consumirá lo amado, porque así es la vida. En ambos casos, el hueco en el mundo será terrible, nos vaciará una parte del alma para siempre. Lo más difícil será aceptarlo, tan difícil que hay quien no lo consigue, y se queda atascado en la negación. Después de la aceptación nos tendremos que acostumbrar a caminar con un desgarro a cuestas. Hay quien prefiere no amar para evitar estas pruebas tan difíciles, que sin embargo, y por suerte, solemos superar; porque la vida está llena de nuevas alegrías y nuevas penas; y nuevos amores. 
Pero el amor, en sí mismo, nos trae muchos otros desvelos. La persona amada nos hace sufrir, porque entre ella y nosotros siempre queda un abismo y una lucha. Solemos creer que el amor nos da derechos, cuando solo trae deberes. Y sufrimos también con el dolor de quien amamos, porque su alegría y su pena nos conciernen. 

Amar lo que duele: quien se atreva, que lo intente; quien pueda, que lo consiga. Al otro lado está la paz con el mundo y con el destino, y una vida tan llena de aflicciones como otra, pero que al menos no las encara como enemigas. Epicuro no rechazaba el dolor, simplemente recomendaba evitarlo y, en caso de que esto no fuera posible, aceptarlo. Puro sentido común, que nos parece más humano que la fórmula estoica de desprenderse de todo para no depender de nada. No se trata de buscar el dolor —lo cual es innecesario, porque de todos modos vendrá por sí mismo—, pero cuando nos toque habrá que dejarle hacer. Replegar las velas de la vida («Contente y abstente») para evitar ocasiones de dolor es renunciar de antemano a la fuerza del viento. Ser humano es desear, es apegarse, es exponerse, es amar y, en definitiva, llenarse de barro, aun a sabiendas de que es para nada, de que todo se perderá al final. Por eso ser humano requiere valor, y pide ayuda a la sabiduría. Nietzsche habría coincidido con Epicuro.

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