domingo, 7 de agosto de 2016

¿Demasiado solo?

¿A qué tanta soledad? ¿Será normal esta continua ausencia, permanecer obstinadamente de este lado del mundo? ¿Será normal no tener ganas de salir de aquí, salvo cuando se cruza algún fugaz atisbo de ternura? E incluso entonces: ¡qué prevención, qué reticencia!
Supongo que no es normal. Sin embargo, tal juicio no llega más allá de sí mismo. ¿Qué es normal? ¿Y por qué habría de ser lo mejor? Lo normal es solo una abstracción de lo predecible. Es un concepto estadístico, y de ahí que a la curva de Gauss se la llame normal. ¿Conocéis a alguien que esté junto en medio, en la cumbre de la curva, en el cero absoluto de desviación? ¿Hay alguien normal? ¿Y qué es lo que avala esa cualidad? ¿Y por qué debería ser mejor que yo, que ando por los márgenes, cargado de excepciones?
Confundimos lo normal con lo previsible, con el ideal de lo bueno. Pero incluso lo bueno lo confundimos con lo establecido, con lo que comparte más gente. Es normal lo correcto, es correcto lo que la sociedad espera de nosotros. Cuando decimos que algo no es normal, estamos sobreentendiendo que hay que corregirlo. Porque es como el pecado: una transgresión.
Los terapeutas, en su afán de “arreglarnos”, presionan para que abandonemos nuestras extravagancias y regresemos al redil de lo normal... tal como ellos lo entienden, que es como lo consideran los valores dominantes en la cultura. Los terapeutas, como los maestros y los sacerdotes, son muy conservadores. Yo me sentía doblemente tarado ante ellos: por necesitarles y por resistirme a que me curaran. Hoy me pregunto: ¿qué sabían ellos de la normalidad? ¿Lo que habían estudiado, por ejemplo, en Freud, en Perls, en Berne o en Ellis? Y esos teóricos, con ser geniales, ¿eran especialistas en normalidad, en equilibrio, en felicidad? Seguro que no más que Aristóteles, Epicuro, Séneca, Montaigne o Nietzsche. Y, aun así, tampoco ellos lo sabían todo, y desde luego sabían muy poco de “normalidad”.
Con los años, uno aprende, al menos, a no tomar demasiado a pecho nada de lo que se le ocurre, pero tampoco nada de lo que le dicen. Cada persona es una oportunidad para aprender, y a la vez para descubrir lo mucho que nos falta por aprender a todos. Así que, seguramente, la madurez se nota en que a uno ya no le importa tanto no ser “normal”. Aunque, eso sí, mejor que se note lo menos posible.
Puede que no sea buena tanta soledad; es más, admito que debe ser señal de impotencias y extravagancias muy poco sanas. Pero decir que no es normal es como no decir nada, y desde luego es demostrar que no se comprende nada. La soledad —por más que a menudo hasta la disfruto, imaginaos mi grado de “anormalidad”— es solo un aspecto que adopta mi fracaso. ¿Cuál es el de los vuestros?

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