Nunca dejará de
asombrarme el poder de una sonrisa. No hablo de una sonrisa forzada, social,
que es una mueca; hablo de esa amplitud cordial que ilumina todo el rostro. Ese
simple cambio en la composición facial, una leve transformación de la
expresión, tiene el poder de evocar todo lo bueno, todo lo cálido que una
persona puede dedicarnos, y sobre todo su buena voluntad hacia nosotros, una
predisposición mansa y acogedora. Quien nos sonríe está de nuestra parte,
podemos contar con que no es nuestro enemigo. Quizá con eso baste para
tranquilizarnos, pero, ¿por qué, además, nos reconforta?
Tal vez cualquier
sonrisa nos evoque las primeras que nos dedicaron nuestros padres, esos
remansos de sereno, puro, inmaculado amor con que, en nombre del mundo, nos
decían que estábamos a salvo, que no teníamos que sentirnos unos extraños, que
éramos bienvenidos. Jamás se escribirán suficientes poemas a esos momentos
—perdidos luego para siempre— en que el mundo nos contempla encandilado, y volcado
en nosotros.
Creo que todos nos
sentimos un poco exiliados de ese amor mágico e inquebrantable. Tal vez algunos
no consigamos recuperarnos de esa inmersión en la dulzura. Es el paraíso
perdido, ese que hace que toda nuestra vida quede marcada por la carencia, la
escasez, el temor y el sobresalto. Los psicólogos dicen, con razón, que la
falta de amor en los primeros años nos convierte en neuróticos y hasta puede
matarnos. Pero no debe ser menos terrible haber experimentado ese amor y tener
la impresión de haberlo perdido. Aunque no consigamos concretar ningún recuerdo
de esos años primigenios, nuestro ser probablemente llevará grabada a fuego la
sensación de haber sido amados o no, y es posible que sea esa convicción la que
guíe nuestro paso por la vida.
Y ahí está, todavía,
el dulce estremecimiento que nos inspira una sonrisa: cualquier sonrisa, aunque
unas más que otras. Esta mañana, yendo de excursión, mientras sudaba el ascenso
al Prat del Cadí, un hombre que bajaba se ha apartado, dejándome paso; “¡Tú
tienes preferencia!”, me ha dicho sonriendo. Entendía y protegía mi lucha con
la montaña; la reconocía con afecto. ¡Cuánta bondad en la expresión, aunque
haya sido por unos segundos, aunque nos hayamos olvidado el uno al otro un
instante después!
Pero por la tarde me
he cruzado con una sonrisa más perturbadora. Paseaba yo junto al río, con la
cámara colgando y la mochila a la espalda. En dirección contraria se acercaba
un grupo de mujeres, que avanzaban a paso tranquilo. Como tengo por costumbre,
he saludado mirando solo a la que tenía más cerca, pero a continuación he
dedicado una rápida mirada a las demás. Una de ellas sonreía, y es la única que
recuerdo haber visto. Sonreía: lo hacía de verdad, sinceramente. Me veía al
mirarme, me reconocía sin conocerme.
En esa sonrisa había simpatía, interés, presencia: encuentro.
Aún no he conseguido
reponerme de esa sonrisa. Eso dice mucho, por supuesto, de mi soledad
imperfecta, de mis sueños y mis nostalgias. Al vuelo de esa sonrisa, he
fantaseado con amores posibles e improbables, con dulces citas, con el retorno
de la ternura. Lo sé: es solo un eco en las grietas de mi serenidad. Lo sé:
imposible descifrar ningún significado en alguien rigurosamente desconocido, en
un gesto tan ambiguo que podría, incluso, haberlo inventado. Pero toda mi
estupidez no invalida el esplendor de una sonrisa, ni enturbia su luz, ni
enfría su calidez. Soy un ser carente y sonámbulo, pero sé reconocer los
momentos en que la humanidad se hace poesía. Os aseguro que la poesía estaba ahí.
Y, en contraste, todo suele resultar tan inconsistente, tan leve, tan ajeno,
que aún estoy conmocionado, y me siento más carente y sonámbulo en medio del
mundo.
La sonrisa es un
regalo, una alegría que se nos da a nosotros,
tan exclusiva que se parece a la existencia. Todo lo contrario de la
facticidad, que es lo que nos ignora, lo que sucede sin vernos ni tenernos en
cuenta, lo que nos aplasta, y que por eso se parece a la muerte: porque así
será el mundo sin nuestra presencia. Nada nos hace más presentes, ni más
significativos, nada contradice mejor el absurdo, que una sonrisa.
Por eso, si fuésemos
más inteligentes, nos las arreglaríamos para suscitar más sonrisas; y si
fuésemos más buenos, las ofreceríamos con más prodigalidad. Aunque tal vez lo
que nos falte sea, más bien, valentía: la osadía —o la inocencia, que es
siempre osada— de arriesgarnos a sonreír aunque los otros nos ignoren, que es
lo mismo que querer aunque los otros no nos quieran: pura generosidad, belleza
que se sustenta a sí misma porque, aunque desee el reconocimiento, sabe
reconocerse. La sentimos cuando amamos, por ejemplo a un hijo, y por eso amar nos hace más felices que ser
amados. ¿Quieres saber qué es la felicidad? Sonríe y ama.
No hay comentarios:
Publicar un comentario