domingo, 7 de agosto de 2016

De significados y palabras

“El amor puede empezar con una sola metáfora”, escribe Kundera. Todas las emociones cristalizan en la metáfora. Antes de ella solo hay impulso, instinto ciego, respuesta a estímulo, reacción primaria: aproximarse, huir o luchar.
Cuando atribuimos un sentido, cuando declaramos un significado, de repente viene a nosotros, unido a él, una maraña de semánticas. Cuando una mirada se convierte en imagen, y nos habla (aunque somos nosotros los que le ponemos voz), de repente se sale del mundo y pasa a acoplarse a nuestro mundo. Antes solo había sucesos, descoloridos, más o menos ajenos. Ahora estamos nosotros, enredados en esa malla. El mundo nos cambia porque nosotros lo cambiamos: se ha abierto un portal de ida y vuelta, como los que permiten viajar en el tiempo en las películas de ciencia ficción, solo que aquí es entre el territorio íntimo y el universo.
Así, una mera atracción no es más que una anécdota hasta que algo nos acapara en ella. A lo largo del día sentimos infinidad de atracciones y repulsas, en una continua ondulación del ánimo que Spinoza describió muy bien. De pronto, una cobra más consistencia, destaca sobre el resto, se incrusta en nuestra atención y nos interpela. Parece como si despertáramos de un sueño, como si solo ahora cayéramos en la cuenta de que habíamos vivido en un mundo sin colores o en penumbra, ahora que alguien se nos aparece realmente luminoso y colorido. Habitábamos sin apenas conciencia en el territorio de la rutina, hasta que un acontecimiento nos ha impulsado a la excepción.
 Entonces se precipita sobre nosotros un torrente de recuerdos, sueños, esperanzas, creencias, anhelos. El deseo se unge de significado, se convierte en parte de una historia; nos parece magia, y quizá sea magia quedarnos fascinados por ese desembarco repentino, que nos parece misterioso porque brota de nuestro misterio. Entonces nos atrevemos a utilizar la palabra, como un poste indicador de ese embeleso: enamorado. Las palabras son poderosas porque están cargadas de constelaciones de significados creados socialmente, que se añaden a los que ya nos ocupaban. Por eso hay que tener cuidado con ellas, porque tienen vida propia y nos arrastran. Si creo que estoy enamorado, la creencia pedirá ser confirmada, la palabra pugnará por ensancharse.
Pero las palabras también nos permiten entender, o al menos que la extrañeza y el descontrol nos parezcan menores porque podemos manejarlos. Las palabras organizan nuestras experiencias caóticas de un modo muy real, porque expresan estructuras definidas socialmente, y nos dotan de artefactos mentales arraigados en la cultura. Estar enamorado no solo es un sentimiento, es también un rol, del que cabe esperar determinadas actuaciones, según un guion previsible. Un enamorado buscará el modo de acercarse a su amada, de conquistarla, de asegurarla, o al menos la venerará en silencio. La palabra, el rol, le han asignado bastante trabajo, una tarea nueva que antes no tenía. Y esa tarea ocupará su existencia mientras el enamoramiento dure, mientras persista el sentimiento, mientras reine la palabra.

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