“El amor puede
empezar con una sola metáfora”, escribe Kundera. Todas las emociones
cristalizan en la metáfora. Antes de ella solo hay impulso, instinto ciego,
respuesta a estímulo, reacción primaria: aproximarse, huir o luchar.
Cuando atribuimos un
sentido, cuando declaramos un significado, de repente viene a nosotros, unido a
él, una maraña de semánticas. Cuando una mirada se convierte en imagen, y nos
habla (aunque somos nosotros los que le ponemos voz), de repente se sale del
mundo y pasa a acoplarse a nuestro mundo. Antes solo había sucesos,
descoloridos, más o menos ajenos. Ahora estamos nosotros, enredados en esa
malla. El mundo nos cambia porque nosotros lo cambiamos: se ha abierto un
portal de ida y vuelta, como los que permiten viajar en el tiempo en las
películas de ciencia ficción, solo que aquí es entre el territorio íntimo y el
universo.
Así, una mera
atracción no es más que una anécdota hasta que algo nos acapara en ella. A lo
largo del día sentimos infinidad de atracciones y repulsas, en una continua
ondulación del ánimo que Spinoza describió muy bien. De pronto, una cobra más
consistencia, destaca sobre el resto, se incrusta en nuestra atención y nos
interpela. Parece como si despertáramos de un sueño, como si solo ahora
cayéramos en la cuenta de que habíamos vivido en un mundo sin colores o en
penumbra, ahora que alguien se nos aparece realmente luminoso y colorido.
Habitábamos sin apenas conciencia en el territorio de la rutina, hasta que un
acontecimiento nos ha impulsado a la excepción.
Entonces se precipita sobre nosotros un
torrente de recuerdos, sueños, esperanzas, creencias, anhelos. El deseo se unge
de significado, se convierte en parte de una historia; nos parece magia, y
quizá sea magia quedarnos fascinados por ese desembarco repentino, que nos
parece misterioso porque brota de nuestro misterio. Entonces nos atrevemos a
utilizar la palabra, como un poste indicador de ese embeleso: enamorado. Las palabras son poderosas
porque están cargadas de constelaciones de significados creados socialmente,
que se añaden a los que ya nos ocupaban. Por eso hay que tener cuidado con
ellas, porque tienen vida propia y nos arrastran. Si creo que estoy enamorado,
la creencia pedirá ser confirmada, la palabra pugnará por ensancharse.
Pero las palabras
también nos permiten entender, o al menos que la extrañeza y el descontrol nos
parezcan menores porque podemos manejarlos. Las palabras organizan nuestras
experiencias caóticas de un modo muy real, porque expresan estructuras
definidas socialmente, y nos dotan de artefactos mentales arraigados en la
cultura. Estar enamorado no solo es un sentimiento, es también un rol, del que
cabe esperar determinadas actuaciones, según un guion previsible. Un enamorado
buscará el modo de acercarse a su amada, de conquistarla, de asegurarla, o al
menos la venerará en silencio. La palabra, el rol, le han asignado bastante
trabajo, una tarea nueva que antes no tenía. Y esa tarea ocupará su existencia
mientras el enamoramiento dure, mientras persista el sentimiento, mientras
reine la palabra.
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