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Edad y locuras

“De cuando estuve loco”, canta el magistral Serrat, evocando los dulces excesos de la juventud y vindicando que nos dejen algo para la madurez. Y yo pienso que algo, sí, pero que no sea mucho, que ya no dan el cuerpo ni el alma para gestas. La juventud tiene tantas fuerzas sobrantes, tanto exceso de vida, que necesita ser toda ella exceso, rebosando sobre el mundo. Las locuras de juventud son más que desatinos, son desbordamientos de vida atolondrada de puro irrefrenable.


Luego viene la experiencia, que se confunde con el cansancio en su comedimiento. Entonces contemplamos las locuras juveniles con una mezcla de despecho y envidia (cuando nos faltan la ternura y el entusiasmo de Serrat). Despecho porque sabemos que acabarán gastándose, naufragando contra los arrecifes imperturbables de la vida, diluyéndose en la decepción; parecen, pues, un derroche, una pérdida vana, y en efecto lo son, como toda la belleza. Pero saberlo nos hace sentir el privilegio de la edad y de la experiencia. Muchos de nosotros no volveríamos atrás, al fuego que nos consumía por dentro, a esa fe ingenua en nuestro poder y en las promesas del futuro, ese porvenir que parecía tan largo y que luego pasó volando.
No, no volveríamos a tanto placer ni a tanto dolor. Pero a la vez no podemos contemplar ese tiempo anhelante sin algo de nostalgia, y de ahí la envidia: aunque quisiéramos regresar, nos sería imposible; es terreno vedado a la edad, es el reino del futuro, del cual ya fuimos exiliados, y que pertenece a esos otros potrillos desmandados y escandalosos, a los que observamos, decía, con una mezcla de paternalismo y añoranza. Nunca seremos más felices que entonces: con suerte, tampoco seremos tan desdichados. La edad apacigua los arrebatos, pero, para el que sabe aprovecharla, también las penas que los acompañaban. Y no tiene por qué faltar la alegría: una alegría tal vez un poco cansada, tal vez un poco cínica en ocasiones, pero que, en las almas claras, también puede tener espacio para las cosas que la juventud no tiene tiempo de contemplar: la paciencia, la ternura, la comprensión y la compasión, la calidez de las rutinas, la generosidad de los pequeños detalles y las pequeñas manías (porque las grandes no nos las aguantamos ni nosotros mismos)…

El pueblecito donde he pasado unos días de retiro veraniego tiene una pequeña plaza por donde, al atardecer, suele pasar todo el mundo. Hasta las vacas, que regresan al redil, siguiendo al campesino, y dejan todo el empedrado manchado de excrementos. Después de cenar, la gente sale al fresco. La chiquillería, entre gritos, risas y disputas, anda en sus juegos y sus carreras. Sus padres, si no se quedan en casa viendo la tele, van a dar una vuelta, por estirar las piernas. Y los viejos se sientan en el único banco, un cajón de mampostería; ven pasar a los demás, a veces en silencio, a veces charlando de sus ocurrencias. Un mismo lugar para tres mundos. 
Hay que saber estar donde se está, decía mi abuela. Nada más patético que un hombre maduro con maneras de jovenzuelo; nada más triste que un joven comportándose con el escepticismo de un mayor. Aprovechemos lo mejor de cada etapa de la vida: que la juventud sea locura y la madurez, si no sabiduría, al menos comedimiento y prudencia, que se le parecen; y también, de vez en cuando, un puntito de nostalgia, pero sin demasiada tristeza.
Para los que de jóvenes sufrimos demasiado, y nos contuvimos demasiado, y no lo entregamos todo, la madurez es la oportunidad de comprender qué confundidos estábamos, y de asumir lo que ya se perdió irremisiblemente. De nada sirve lamentar lo que no fue, sobre todo si el lamento se alarga demasiado. Es mejor agradecer lo que sí tuvimos, que suele ser más de lo que admitimos, y pensar en los que tuvieron menos o no llegaron a tener nada. Porque hubo quien se quedó por el camino: ni su caída ni nuestra carencia tienen nada que ver con la justicia; simplemente, así es la vida, la misma vida que amamos y que por tanto tenemos que aceptar como es. Maravillosa y cruel; triste y gozosa. Insólita y absurda, al cabo. “El dolor de hoy forma parte de la felicidad de ayer”, se repite el protagonista de la película Tierras de penumbra. Recordémoslo cuando nos duela la espalda o empiece la artrosis.
Y recordemos, de paso, que cada edad tiene sus propios dones, y que cada día es un regalo (puesto que podríamos no haberlo tenido; puesto que otros no lo han tenido; puesto que nadie nos lo debe), y que está en nuestras manos convertirlo en gozo. Porque la felicidad, como nos recuerda Comte-Sponville, es desear lo que tenemos, no lo que nos falta.

No sé si Serrat estaría de acuerdo con esta disertación sobre el sentido común y el buen juicio. Él, que en todas sus canciones ha estado de parte de la vida, venga como venga y pida lo que pida, se reiría seguramente de mis timoratas llamadas a la prudencia. Menos realismo y más emoción, me diría, y apechugar con lo que toque. “De cuando estuve loco aún conservo un par de gramos de delirio en rama, por si atacan con su razón los cuerdos”, proclama en su canción, y me temo que eso va por mí.
Dejémoslo en tablas, maestro. A veces la aventura llama a la puerta, y lo más sensato es volverse loco y disfrutarla. Faltaría más. Pero las locuras hay que pagarlas a tocateja, y ahí la vida no perdona. Sin ir más lejos, le diré que el mismo que escribe ya se embarcó en bellos disparates muy parecidos al que usted narra en su canción: también a mí se me subió el mercurio, desempolvé el carné de majara y me lancé hacia el sur, y más de una vez (aunque yo, como no sé llevar moto, fui en tren, y la vez que fui más lejos, en avión). Mis arrebatos acabaron en decepción o en naufragio. No me quejo: formaba parte del desafío. Además, se me podría achacar lo torpe que soy a la hora de arreglármelas con estas cosas. Pero, por eso mismo, ahora mejor me lo pienso antes de darle gas a la moto. Yo solo digo que cada cual se sabe lo suyo, o debería sabérselo, y hacer su presupuesto antes de echarse al monte. Que, como decía al principio, ya no está el cuerpo para dormir a la intemperie. Por lo demás, es cierto que al final todos acabaremos en el mismo sitio, así que cada cual vea cómo gasta lo que le queda.
En la película Una historia verdadera, la hija del viejo Straight le enumera un repaso de todos sus achaques, para convencerle de que no está para hacer esa locura de viaje que se le ha metido en la mollera. Después de dejarla acabar, Alvin simplemente replica: “Rose, todavía no estoy muerto”. Y mientras no estamos muertos siempre queda alguna alegría por apurar, y tal vez alguna locura aunque sea modesta por hacer.

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