A veces, en algunos
momentos de insólita lucidez, tal vez conmovidos por una alegría o una tristeza
demasiado grandes, tal vez trastocados por un suceso que nos desborda,
vislumbramos qué es lo realmente importante, cuál es la verdad que no
deberíamos perder de vista, dónde reside auténticamente la vida...
No basta con
pensarlo. Pensar tiene mucho valor, y puede resultarnos muy útil, pero no nos
sacude como un buen amigo que se esfuerza por abrirnos los ojos, no nos
estremece como el amor. Solo lo que sentimos, lo que nos sale del fondo, nos
transforma hasta el fondo. Los pensamientos son como un revuelo de hojarasca:
superficiales y mortecinos. Para hablar con la vida hay que hablar en el
lenguaje de la vida: el de la pasión, el de la alegría, el del dolor... Solo
entonces tañemos las cuerdas de nuestra propia hondura vital. Tal vez haya
mucha más verdad —o una verdad más certera— en la poesía que en la reflexión.
Y a veces, por
suerte, tocamos la poesía con la punta de los dedos, y aun tenemos más suerte
si sencillamente nos agita como una corriente de aire, que se cuela por debajo
de todas nuestras puertas —¡y solemos tener tantas!—. Es decir, a veces somos
sabios; lo somos porque sabemos, porque comprendemos, porque, al ser tocados,
todo en nuestras fibras dice sí. "¡Claro, era eso!", podemos
exclamar, remedando aquel "¡Eureka!" con el que Arquímedes saludó al
agua de la bañera. Una chispa ha prendido en la paja de nuestra intuición.
Se dirá que hablar
así resulta peligroso, y con razón. No hay engaño más atroz que el que nos
regalamos envuelto en entusiasmo o en angustia. La fe religiosa debe ser algo
así. Pascal, tan gráficamente, la comparó con un salto a ciegas: cerrar los
ojos y dejarse llevar por el ímpetu de lo que nos complace, y dar entonces
—¡ay!— un salto en el vacío, cayendo a los arrecifes. Hay que ser cuidadoso con
los arrebatos. La hermosura o la placidez tienen su propia verdad, que puede
resultar muy poco verdadera. El fanático que se lanza cubierto de bombas contra
una multitud de inocentes cree estar vislumbrando la salvación al otro lado,
porque se ha vuelto tan ciego que en lugar de ver personas solo ve obstáculos.
No, la única condición que debemos poner a nuestros embelesos es que, como los
puentes, nos sirvan para alcanzar el otro lado, no para quedarnos en ellos. Hay
que poder interrogarles una y otra vez, quizá sobre todo con el corazón, pero
no solo con el corazón.
Entonces podemos
abrirnos a ellos confiados. Hay quien cree ver la verdad en el contraluz de sus
luminosas creencias. Exploremos esa verdad. Para otros, menos pretenciosos, un
momento de lucidez es solo la condensación de intuiciones largamente
presentidas; como el eureka del
griego: las piezas parecen haber encajado en un todo que es mayor que la suma
de ellas. Nada metafísico: solo materialismo entusiasta, como el de Nietzsche.
Así que a veces
creemos ver chispazos de verdad. Centellas que nos incendian por un momento,
con un fuego urgente e impetuoso. "¡Eureka!" Vivir es solo el
movimiento de la materia, la ola que se alza y cae, la vibración en la superficie
del estaque que ensancha sus círculos hasta verlos romper en el ribazo.
"¡Eureka!" La muerte es la espuma que deja el agua que cayó.
"¡Eureka!" Entretanto, solo vale el amor, es lo único consistente, lo
demás es también espuma de los días...
A veces tenemos deslumbramientos de sabiduría, y
entendemos lo que importa. Qué pena que luego se nos pierdan en el tumulto de
las jornadas, y los olvidemos tan deprisa. O tal vez eso sea bueno. Hay quien
queda cegado por mirar directamente la luz.
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