Alejandro
Casona: La sirena varada.
La vida va
discurriendo como un río atropellado, ya lo dijo Heráclito a propósito del
tiempo que pasa y lo cambia todo, y más tarde lo cantó Jorge Manrique con una
belleza no igualada. Los años nos devastan porque vivir es eso, ir quemándose
como una vela para poder dar luz.
Es humano mirar atrás
hacia lo perdido, con melancolía, se diría que hasta es bello y obligado. Lo
que se fue nos acompaña desde el recuerdo, pero también desde la misma
sustancia de nuestro ser, porque somos lo que el pasado ha hecho de nosotros.
Lo que se quedó por el camino merece nuestro homenaje y hasta nuestro lamento.
Pero somos hijos de esa flecha imparable, y estamos hechos para avanzar. Hay
que atender los reclamos de lo perdido, pero para repetirle nuestro juramento
de amor, no para quedarse atrapado en la nostalgia. Vivir es seguir fluyendo.
A veces, cuando el
dolor es grande o cuando no sabemos muy bien cómo arreglárnoslas, sentimos la
tentación de bajarnos del tren, de quedarnos encallados en algún recodo de la
corriente. Nuestro cuerpo envejece, nuestra mente atiende como puede a lo
cotidiano, pero es como si una parte de nosotros se hubiese salido de la vida,
enredada en los matojos de la ribera. Algo en nuestro interior está ausente, se
quedó clavado en otro tiempo, o renunció a seguir adelante, o no supo cómo
hacerlo, o se obstinó en no despedirse de lo perdido, en mantener la ilusión de
que se quedó con nosotros.
Todos tenemos alguna
de esas partes que se han salido del tiempo, que se quedaron con los muertos,
haciéndoles compañía como para que se nos mueran un poco menos. Todos tenemos,
también, deseos que no llegaron a germinar, y se nos quedaron clavados como
semillas fallidas, sueños que no encontraron el modo de abrirse paso, renuncias
o resignaciones que abrieron tristes agujeros en el alma. Todos los tenemos, y
procuramos seguir adelante con ellos, aunque nos acongoje esa salpicadura de
huecos en la médula: los vacíos que dejó lo perdido, y los que abrimos a la
espera de lo que no llegó.
La mayoría, por
inconsciencia o por voluntad, hemos aprendido a vivir con esos agujeros en el
ser. Sin embargo, algunas personas no han conseguido sobreponerse, y para ellas
los huecos del alma han marcado la pauta de la vida, se han convertido en su
seña de identidad. Son como eternos habitantes de una estación que esperan el
tren pero no suben en él. Porque no pueden o porque no quieren.
No tenemos derecho a
juzgarles: ¿qué sabemos nosotros del dolor y del amor de los demás, de sus
querellas y sus componendas con la vida? No tenemos derecho a compadecerles:
¿acaso estamos seguros de que sus naufragios son peores que los nuestros? No
tenemos derecho a salvarles: ¿quién conoce cabalmente sus motivos, quién nos
dice que quieren que les salven?
Solo tenemos derecho
a acompañarlos con nuestra tristeza callada, con nuestra solidaridad discreta,
con la camaradería de nuestras propias nostalgias. A mí me duelen sobre todo
las mujeres, y no porque me parezcan más débiles, sino todo lo contrario: creo
que es porque, como hombre, asocio a ellas la fuerza de la vida, el poder de la
ternura y la fecundidad, y me acongoja ver rota esa potencia que no logró
florecer, rasgada esa vela, tejida para hincharse de viento, que no salió a la
mar. Me duele como una espina tanta predisposición a la felicidad en vano,
tanta capacidad para la alegría contrariada.
Una mujer que perdió a su marido y decidió guardarle
un luto eterno, enterrando con él una parte de ella que ya nunca revivió. Otra
que fue abandonada y jamás recuperó la confianza en el amor. La que, como la
protagonista de la película Calle Mayor,
ansiaba casarse y tener hijos y se quedó recluida en una lánguida soltería.
García Lorca las entendía bien, y reflejó su impulso roto en La casa de Bernarda Alba. Sé que ellas
al menos sobreviven, sé que hay tragedias mucho peores en todos los rincones
del mundo, sé que no son las únicas que sufren y quizá no sean las que sufren
más. Pero dejadme que hoy dedique la melancolía a mis sirenas varadas.
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