lunes, 8 de agosto de 2016

Sueños de muerte, sueños de amor

Antenoche soñé que había muerto la dueña del bar donde suelo desayunar; contemplaba un cuadro suyo, donde a la vez estaba su foto y una etiqueta en la que no sé qué ponía. Así es como, al parecer, mi inconsciente se despide poco a poco de un universo en el que viví quince años, el lugar donde trabajé hasta el año pasado y que ahora, con mi traslado, va languideciendo entre las brumas que cada día se cierran un poco más sobre el ayer. Así, también, debe estar preparándose mi inconsciente para otros finales que se anuncian no muy lejanos, y que trastocarán mi mundo tan profundamente que ya nunca será el mismo: mis padres en la barrera de los ochenta años, un amigo con cáncer, mi gata vieja y quejosa; achaques, dolores, estragos que anticipan la ausencia. La muerte se anuncia, la muerte viene en cada pérdida, la muerte se nos lleva siempre un poco cuando se va por un tiempo, avisándonos de que es solo una prórroga...
Anoche soñé con dulces compañías, con el calor femenino y la ternura de una amiga de la que siempre estuve un poco enamorado. Ayer la vi, y desde entonces no he podido quitarme de la cabeza fantasías de complicidad, nostalgias de cariño. Así mi inconsciente parece reclamarme para la vida, con su ley inexorable de anhelos, con su requerimiento de nuevas aventuras, urgiéndome a agitar los remansos de una soledad cómoda y apacible. T. Moore insiste en que el alma no quiere sosiego, o al menos no lo quiere siempre: el alma quiere desplegarse, derramarnos por el mundo, rompernos si es preciso para que se realice su aliento.
“La muerte y el amor, el amor y la muerte”, canta Pablo Guerrero. Tan juntos, tan misteriosos, tan arrolladores frente a nuestros sueños de orden y control. “No perdono a la muerte enamorada”, proclamó Miguel Hérnández. Aborrecemos el sufrimiento, y Buda nos explicó cómo evitarlo, pero el precio siempre nos parece demasiado alto: renunciar al deseo, a la esperanza; apagar el hambre a fuerza de aplastar el ansia. Parece que si no deseamos, y por tanto si no tememos, no quedará nada de nosotros, y en efecto, se trata de disipar el yo, de dejar de ser alguien para ser, simplemente. Un proyecto magnífico y valiente, pero, ¿somos nosotros magníficos y valientes, o solo un barro que aspira a levantarse y arrancarle al sol algún destello, para luego caer de nuevo, secarse y ser un polvo que dispersa el viento? “Polvo seré, mas polvo enamorado”, nos consuela Quevedo. Quizá prefiramos sufrir, para seguir sintiendo que vivimos, que somos algo que ama y que, porque ama y sufre, no ha muerto aún.
El amor y la muerte. Inextricables, y, sin embargo, rivales. Amar es creer que la muerte no existe, un acto de fe en la vida que le lleva la contraria a la muerte. Pero la muerte viene, y se lleva lo amado, y nos demuestra qué frágil, qué vulnerable era en realidad nuestro vínculo. “Temprano estás rodando por el suelo”, se lamenta Miguel. No, el amor no triunfa sobre la muerte, y ese es el estupor más grande, más que el de saber que moriremos. Camus hablaba de la conmoción del ser ante su fin definitivo, el absurdo de comprender que nuestra existencia no dejará marca, que nuestra presencia no tiene profundidad, que habrá un futuro perfectamente ajeno a nosotros. Pero, aunque logremos intuirlo, nos es imposible asimilar un vértigo tan grande. Nuestra muerte nos da miedo, pero solo miedo: un temor abstracto, difuso, inverosímil. Epicuro tenía razón, cuando ella esté, nosotros no estaremos: jamás tendremos la experiencia de esa absoluta nulidad.
En cambio, sí que podemos sentir con exactitud la ofuscación que nos deja la pérdida de lo que amamos. Y es una precisión espeluznante. Nos perturba, nos ofende lo deprisa que nos acostumbramos a su ausencia, lo natural que pronto nos parece el mundo sin los seres amados. ¿Tan poca fuerza tenía nuestro amor? ¿Tan poco valía amar? ¿Tan endeble era lo que habíamos experimentado como el poder de un dios? Sí. Tan escaso, tan humano. Quizá comprenderlo nos hiera tanto que por eso nos obstinemos en reafirmar nuestro amor, y hacerlo triunfar sobre la muerte; mantener vivos a nuestros muertos, a fuerza de voluntad; bajar a los infiernos a rescatarlos, como hacían los héroes antiguos. Miguel continúa: “En mis manos levanto una tormenta... Quiero minar la tierra hasta encontrarte”. Pero ni siquiera Orfeo logró revivir a Eurídice cuando bajó a buscarla al inframundo: fue incapaz de cumplir la condición de Hades de no mirar atrás para comprobar que le seguía, y su debilidad hizo que ella se disolviera en el aire para siempre. Esa parece ser la condición que nos impone la vida: no mirar atrás.
Nuestro empeño no nos servirá para retener a los muertos a nuestro lado. Solo conseguiremos fabricar espectros, monstruosas parodias de la vida, como la amada del Frankenstein de Kenneth Brannagh, cautiva en la frontera entre la vida y la muerte, sin poder confirmarse viva ni muerta y odiándole por someterla a esa tortura. Los espectros siempre se nos figuran atormentados, y por eso nos infunden miedo: el que se revuelve en el sufrimiento acabará por hacer daño; tal vez envidie incluso la vida de los vivos, él que no acaba de tener la muerte de los muertos. Muchas culturas primitivas temen tanto el perjuicio de los muertos que los ahuyentan con sortilegios. Quizá tengan razón: los muertos quieren morir. No podemos rescatarlos porque nosotros también moriremos, porque todo acaba, y resucitar es solo una prórroga cuando no existe la eternidad. Nuestros muertos cumplirán su destino, y a nosotros nos quedará la tarea de continuar viviendo ya sin ellos, de tolerar la obscena naturalidad de su ausencia, de sorprendernos cada vez menos tristes y cada vez más desmemoriados. Nos quedarán los recuerdos que se van desdibujando y las añoranzas cada día más vagas.
Viviremos; luego seguiremos, inexorablemente, el camino del olvido, en el que amarillean las fotografías y las reliquias se llenan de polvo. Pero un día, cuando creamos haber olvidado nos acometerá una nostalgia inesperada, una evocación cálida y agradecida. Saborearemos la imprevista satisfacción de que algo del que se fue haya quedado en nosotros. “Dulce es el recuerdo del amigo muerto”, decía Epicuro. Nos convenceremos de que nuestros muertos quieren que vivamos. Entonces sentiremos esa melancólica alegría de comprobar que nuestro amor, a la postre, no fue del todo en vano, que nos legó un vacío repleto de añoranzas. La conclusión de la muerte es un amor elocuente, como Miguel Hernández glosa en esos versos estremecedores:

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero.
Que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

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