Antenoche soñé que
había muerto la dueña del bar donde suelo desayunar; contemplaba
un cuadro suyo, donde a la vez estaba su foto y una etiqueta en la que no sé
qué ponía. Así es como, al parecer, mi inconsciente se despide poco a poco de un
universo en el que viví quince años, el lugar donde trabajé hasta el año
pasado y que ahora, con mi traslado, va
languideciendo entre las brumas que cada día se cierran un poco más sobre el
ayer. Así, también, debe estar preparándose mi inconsciente para otros finales
que se anuncian no muy lejanos, y que trastocarán mi mundo tan profundamente
que ya nunca será el mismo: mis padres en la barrera de los ochenta años, un
amigo con cáncer, mi gata vieja y quejosa; achaques, dolores, estragos que
anticipan la ausencia. La muerte se anuncia, la muerte viene en cada pérdida,
la muerte se nos lleva siempre un poco cuando se va por un tiempo, avisándonos
de que es solo una prórroga...
Anoche soñé con
dulces compañías, con el calor femenino y la ternura de una amiga de la que
siempre estuve un poco enamorado. Ayer la vi, y desde entonces no he podido
quitarme de la cabeza fantasías de complicidad, nostalgias de cariño. Así mi
inconsciente parece reclamarme para la vida, con su ley inexorable de anhelos,
con su requerimiento de nuevas aventuras, urgiéndome a agitar los remansos de
una soledad cómoda y apacible. T. Moore insiste en que el alma no quiere
sosiego, o al menos no lo quiere siempre: el alma quiere desplegarse,
derramarnos por el mundo, rompernos si es preciso para que se realice su
aliento.
“La muerte y el amor,
el amor y la muerte”, canta Pablo Guerrero. Tan juntos, tan misteriosos, tan
arrolladores frente a nuestros sueños de orden y control. “No perdono a la
muerte enamorada”, proclamó Miguel Hérnández. Aborrecemos el sufrimiento, y Buda
nos explicó cómo evitarlo, pero el precio siempre nos parece demasiado alto:
renunciar al deseo, a la esperanza; apagar el hambre a fuerza de aplastar el
ansia. Parece que si no deseamos, y por tanto si no tememos, no quedará nada de
nosotros, y en efecto, se trata de disipar el yo, de dejar de ser alguien para ser, simplemente. Un proyecto magnífico
y valiente, pero, ¿somos nosotros magníficos y valientes, o solo un barro que
aspira a levantarse y arrancarle al sol algún destello, para luego caer de
nuevo, secarse y ser un polvo que dispersa el viento? “Polvo seré, mas polvo
enamorado”, nos consuela Quevedo. Quizá prefiramos sufrir, para seguir
sintiendo que vivimos, que somos algo que ama y que, porque ama y sufre, no ha
muerto aún.
El amor y la muerte.
Inextricables, y, sin embargo, rivales. Amar es creer que la muerte no existe,
un acto de fe en la vida que le lleva la contraria a la muerte. Pero la muerte
viene, y se lleva lo amado, y nos demuestra qué frágil, qué vulnerable era en
realidad nuestro vínculo. “Temprano estás rodando por el suelo”, se lamenta
Miguel. No, el amor no triunfa sobre la muerte, y ese es el estupor más grande,
más que el de saber que moriremos. Camus hablaba de la conmoción del ser ante
su fin definitivo, el absurdo de comprender que nuestra existencia no dejará
marca, que nuestra presencia no tiene profundidad, que habrá un futuro
perfectamente ajeno a nosotros. Pero, aunque logremos intuirlo, nos es
imposible asimilar un vértigo tan grande. Nuestra muerte nos da miedo, pero solo
miedo: un temor abstracto, difuso, inverosímil. Epicuro tenía razón, cuando
ella esté, nosotros no estaremos: jamás tendremos la experiencia de esa
absoluta nulidad.
En cambio, sí que
podemos sentir con exactitud la ofuscación que nos deja la pérdida de lo que
amamos. Y es una precisión espeluznante. Nos perturba, nos ofende lo deprisa
que nos acostumbramos a su ausencia, lo natural que pronto nos parece el mundo
sin los seres amados. ¿Tan poca fuerza tenía nuestro amor? ¿Tan poco valía
amar? ¿Tan endeble era lo que habíamos experimentado como el poder de un dios?
Sí. Tan escaso, tan humano. Quizá comprenderlo nos hiera tanto que por eso nos
obstinemos en reafirmar nuestro amor, y hacerlo triunfar sobre la muerte;
mantener vivos a nuestros muertos, a fuerza de voluntad; bajar a los infiernos
a rescatarlos, como hacían los héroes antiguos. Miguel continúa: “En mis manos
levanto una tormenta... Quiero minar la tierra hasta encontrarte”. Pero ni
siquiera Orfeo logró revivir a Eurídice cuando bajó a buscarla al inframundo:
fue incapaz de cumplir la condición de Hades de no mirar atrás para comprobar
que le seguía, y su debilidad hizo que ella se disolviera en el aire para
siempre. Esa parece ser la condición que nos impone la vida: no mirar atrás.
Nuestro empeño no nos
servirá para retener a los muertos a nuestro lado. Solo conseguiremos fabricar
espectros, monstruosas parodias de la vida, como la amada del Frankenstein de Kenneth Brannagh,
cautiva en la frontera entre la vida y la muerte, sin poder confirmarse viva ni
muerta y odiándole por someterla a esa tortura. Los espectros siempre se nos
figuran atormentados, y por eso nos infunden miedo: el que se revuelve en el sufrimiento
acabará por hacer daño; tal vez envidie incluso la vida de los vivos, él que no
acaba de tener la muerte de los muertos. Muchas culturas primitivas temen tanto
el perjuicio de los muertos que los ahuyentan con sortilegios. Quizá tengan
razón: los muertos quieren morir. No podemos rescatarlos porque nosotros
también moriremos, porque todo acaba, y resucitar es solo una prórroga cuando
no existe la eternidad. Nuestros muertos cumplirán su destino, y a nosotros nos
quedará la tarea de continuar viviendo ya sin ellos, de tolerar la obscena
naturalidad de su ausencia, de sorprendernos cada vez menos tristes y cada vez
más desmemoriados. Nos quedarán los recuerdos que se van desdibujando y las
añoranzas cada día más vagas.
Viviremos; luego
seguiremos, inexorablemente, el camino del olvido, en el que amarillean las
fotografías y las reliquias se llenan de polvo. Pero un día, cuando creamos
haber olvidado nos acometerá una nostalgia inesperada, una evocación cálida y
agradecida. Saborearemos la imprevista satisfacción de que algo del que se fue
haya quedado en nosotros. “Dulce es el recuerdo del amigo muerto”, decía
Epicuro. Nos convenceremos de que nuestros muertos quieren que vivamos.
Entonces sentiremos esa melancólica alegría de comprobar que nuestro amor, a la
postre, no fue del todo en vano, que nos legó un vacío repleto de añoranzas. La
conclusión de la muerte es un amor elocuente, como Miguel Hernández glosa en
esos versos estremecedores:
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero.
Que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
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