La tristeza parece
venirnos de fuera, como el castigo de un dios, o de esa parte de nuestro
interior que nos es extraña porque no obedece a nuestra voluntad. Todas las
emociones se presentan con ese dejo de extrañeza, de sombra que se cierne, de
misterioso influjo sobre el que no tenemos ningún poder.
Sin embargo, no somos
del todo inocentes de nuestros pesares. Muchas veces, nos ponemos de su parte,
les damos la razón, los hacemos revivir como quien sopla sobre las brasas en
lugar de dejar que se apaguen. Demasiado hechizados por nosotros mismos,
contemplamos tan absortos como Narciso nuestro reflejo en los estanques de la
vida. Tenemos que admitir que buena parte de ese sufrimiento es un empeño, una
obcecación, quizá una fascinación. Parece que estemos atrapados en los pantanos
de nuestro yo, dando vueltas en círculo como las almas penitentes del infierno
de Dante. Y quizá la trampa resida en el propio rechazo: el afán de negar es
también una fuerza afirmativa, el odio es un vínculo, una energía que apuntala
y confirma lo enemigo. Al asustarnos removemos el lodo, igual que hacía el
elefante que había perdido un ojo en el agua, en aquel cuento africano; en
cuanto logró calmarse, consiguió recuperarlo.
¡Cuántas veces me he
regodeado en mis tristezas, removiendo sus lodos desesperado, como el elefante!
Mis diarios son una sucesión de
lamentos, una descripción insistente y minuciosa de los paisajes sombríos.
Hablo muy poco de la gente, de sus sorpresas, de su compañía, y eso muestra
hasta qué punto estaba hechizado por mis sensaciones, atrapado en un mundo
interior tan desbordante que no dejaba sitio para los demás. Tal vez por eso
dejé de escribirlos bruscamente: por el hastío de permanecer dando vueltas
alrededor de mí mismo; estaba empachado de yo.
Puede que fuera en
ese punto exacto cuando acabó mi juventud. Un tiempo que hubiera merecido más
protagonismo de las alegrías, una mayor ligereza de disfrutes y placeres,
abierta también a los sinsabores, pero sin detenerse en ellos. Menos literatura
y más mujeres; menos disquisiciones y más vino; más Dionisos y menos Apolo. La
alegría primaria de enrolarme entre los aventureros e ir en busca de tesoros,
en lugar de quedarme en el lecho convertido en insecto, en lugar de desgranar
hasta lo morboso el sentimiento trágico de la vida, que nos parece más serio
solo porque es más pesado, porque su lodo siempre se posa en el fondo y por eso
siempre nos lo encontramos al final del día. Las terapias ayudaron, pero más
por contención que porque transformaran en el fondo. La mística, el yoga, la
meditación, me permitieron vislumbrar una paz que nunca había concebido, pero
me faltó tenacidad, o devoción, para no abandonarlas.
Por suerte vinieron
proyectos, convivencias y emociones que le quitaron tiempo al problema de mí
mismo: la pareja, los estudios, mi hijo. No dejé de sufrir, pero renuncié a describirlo
y a analizarlo: sufrimiento inmediato de los desencuentros íntimos, de las
renuncias inevitables, de los golpes secos y precisos de la vida, que siegan
rudamente los desvelos imaginarios. Y la luz cegadora de un niño, que nos
rescata de nosotros para volcarnos en su amor, que pone nuestra historia,
gozosamente, al servicio de la historia de un ser que es más yo que yo mismo.
Es una suerte que la vida nos ponga en nuestro sitio, y que cuando todo se
derrumba y quedamos a la intemperie aún nos quede la filosofía.
Deberíamos curarnos de nuestro narcisismo,
dejar de mirarnos tanto en el espejo y darnos menos importancia. El dolor es un
mal. Pero cuando nos convertimos en sus voceros, y lo proclamamos con
escándalo, no hacemos más que empeorarlo. Cuando no le perdonamos su paso,
cuando le reprochamos su visita, cuando insistimos en la fantasía de una vida
pulcra en la que no nos salpiquen sus manchas, añadimos un sufrimiento
redundante, que nosotros hemos provocado.
Abandonemos nuestra imagen del estanque y dejemos que
se la lleve el agua. Epicuro decía que el dolor, si no acaba con nosotros, es
que es soportable. Y Nietzsche proclamaba: “Lo que no me mata me hace más
fuerte”. Somos seres vulnerables, pero hijos de la vida y hechos para la vida.
Si nos entregamos a ella, sin duda la haremos más grata.
No hay comentarios:
Publicar un comentario