lunes, 8 de agosto de 2016

Exceso de tristeza

La tristeza parece venirnos de fuera, como el castigo de un dios, o de esa parte de nuestro interior que nos es extraña porque no obedece a nuestra voluntad. Todas las emociones se presentan con ese dejo de extrañeza, de sombra que se cierne, de misterioso influjo sobre el que no tenemos ningún poder.
Sin embargo, no somos del todo inocentes de nuestros pesares. Muchas veces, nos ponemos de su parte, les damos la razón, los hacemos revivir como quien sopla sobre las brasas en lugar de dejar que se apaguen. Demasiado hechizados por nosotros mismos, contemplamos tan absortos como Narciso nuestro reflejo en los estanques de la vida. Tenemos que admitir que buena parte de ese sufrimiento es un empeño, una obcecación, quizá una fascinación. Parece que estemos atrapados en los pantanos de nuestro yo, dando vueltas en círculo como las almas penitentes del infierno de Dante. Y quizá la trampa resida en el propio rechazo: el afán de negar es también una fuerza afirmativa, el odio es un vínculo, una energía que apuntala y confirma lo enemigo. Al asustarnos removemos el lodo, igual que hacía el elefante que había perdido un ojo en el agua, en aquel cuento africano; en cuanto logró calmarse, consiguió recuperarlo.
¡Cuántas veces me he regodeado en mis tristezas, removiendo sus lodos desesperado, como el elefante! Mis  diarios son una sucesión de lamentos, una descripción insistente y minuciosa de los paisajes sombríos. Hablo muy poco de la gente, de sus sorpresas, de su compañía, y eso muestra hasta qué punto estaba hechizado por mis sensaciones, atrapado en un mundo interior tan desbordante que no dejaba sitio para los demás. Tal vez por eso dejé de escribirlos bruscamente: por el hastío de permanecer dando vueltas alrededor de mí mismo; estaba empachado de yo.
Puede que fuera en ese punto exacto cuando acabó mi juventud. Un tiempo que hubiera merecido más protagonismo de las alegrías, una mayor ligereza de disfrutes y placeres, abierta también a los sinsabores, pero sin detenerse en ellos. Menos literatura y más mujeres; menos disquisiciones y más vino; más Dionisos y menos Apolo. La alegría primaria de enrolarme entre los aventureros e ir en busca de tesoros, en lugar de quedarme en el lecho convertido en insecto, en lugar de desgranar hasta lo morboso el sentimiento trágico de la vida, que nos parece más serio solo porque es más pesado, porque su lodo siempre se posa en el fondo y por eso siempre nos lo encontramos al final del día. Las terapias ayudaron, pero más por contención que porque transformaran en el fondo. La mística, el yoga, la meditación, me permitieron vislumbrar una paz que nunca había concebido, pero me faltó tenacidad, o devoción, para no abandonarlas.
Por suerte vinieron proyectos, convivencias y emociones que le quitaron tiempo al problema de mí mismo: la pareja, los estudios, mi hijo. No dejé de sufrir, pero renuncié a describirlo y a analizarlo: sufrimiento inmediato de los desencuentros íntimos, de las renuncias inevitables, de los golpes secos y precisos de la vida, que siegan rudamente los desvelos imaginarios. Y la luz cegadora de un niño, que nos rescata de nosotros para volcarnos en su amor, que pone nuestra historia, gozosamente, al servicio de la historia de un ser que es más yo que yo mismo. Es una suerte que la vida nos ponga en nuestro sitio, y que cuando todo se derrumba y quedamos a la intemperie aún nos quede la filosofía.
 Deberíamos curarnos de nuestro narcisismo, dejar de mirarnos tanto en el espejo y darnos menos importancia. El dolor es un mal. Pero cuando nos convertimos en sus voceros, y lo proclamamos con escándalo, no hacemos más que empeorarlo. Cuando no le perdonamos su paso, cuando le reprochamos su visita, cuando insistimos en la fantasía de una vida pulcra en la que no nos salpiquen sus manchas, añadimos un sufrimiento redundante, que nosotros hemos provocado.
Abandonemos nuestra imagen del estanque y dejemos que se la lleve el agua. Epicuro decía que el dolor, si no acaba con nosotros, es que es soportable. Y Nietzsche proclamaba: “Lo que no me mata me hace más fuerte”. Somos seres vulnerables, pero hijos de la vida y hechos para la vida. Si nos entregamos a ella, sin duda la haremos más grata.

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