Ir al contenido principal

Me dicen que en seguida me pongo nervioso...

Algunas personas, a veces, hacen valer aquella afirmación de Sartre: “El infierno son los otros”. Personas que se inmiscuyen en nuestra existencia y se empeñan en zarandearla hasta que algo suene a roto. Personas que no nos dejan sentirnos inocentes, porque van hurgando hasta que nos sacan lo peor. Personas que nos incordian con tanta naturalidad que parece que ni siquiera deberíamos enojarnos con ellas.


Con nadie necesitamos de la paciencia como frente a esos seres abrumados y abrumadores. Qué pena que se nos agote tan deprisa, en parte por su admirable capacidad para consumirla. Si nos mantuviéramos pacientes, impertérritos ante sus punzadas, nos daríamos cuenta de que, en realidad, no tienen poder sobre nosotros: para los mosquitos, lo mejor es un buen repelente. Pero como no somos capaces de dominarnos, acabamos dejando que nos perturben, y para entonces estamos en sus manos. “Es que en seguida te pones nervioso...”, dicen, sonriendo con aparente frialdad. Y entonces comprendemos que se han apoderado de nosotros, que, al entregarles los hilos de nuestro ánimo, nos hemos convertido en meras marionetas de su capricho.

Nada resulta más desquiciante que pedirle a alguien que se tranquilice. Una vez conocí a una persona tan hábil en estas devoluciones de pelota, que era capaz de repetir en dirección contraria los mismos argumentos con los que tú le habías justificado una petición o una queja. Era una especie de camaleón de las disputas, una taimada Eco que sabía quedarse con las flores y devolverte la basura.
Otro recurso para sacar a alguien de sus casillas es reclamarle una respuesta sobre un determinado problema y, mientras se esfuerza en darla, cambiarle de tema y plantear otro asunto. Es como jugar al ratón y al gato: imposible llegar a ninguna conclusión clara, porque, cuando te estés acercando, se escabullirá. Dentro de estos juegos de escondite, nada mejor, para desconcertar al otro, que ignorar su discurso y responderle con un juicio de valor: “No quieres entenderme”, “No se puede hablar contigo”... O el que me han dicho hoy: “Es que en seguida te pones nervioso”. Uno, así, queda automáticamente invalidado, todo él y por sí mismo. ¿Qué valor le queda a la argumentación de alguien que desvaría, para qué responder a alguien que está fuera de sí?

A veces es cierto que no podemos evitar perder el control, o al menos la serenidad. La aspiración de los estoicos nos queda lejos a la mayoría, y sus máximas nos son útiles solo mientras no hemos perdido la compostura, es decir, con un poco de suerte, para tardar más en perderla. “Toda ferocidad procede de debilidad”, afirma Séneca; pero, ¿acaso no tenemos debilidades? Y Epicteto nos avisa: “Acuérdate que no te ofende el que te injuria ni el que te golpea, sino la opinión que has concebido”. Tienen toda la razón, pero llega un momento —sobre todo si no sabemos prevenirnos— en que la emoción se dispara y no nos deja pensar, y entonces lo que manda es lo que sentimos.
No perdamos mucho tiempo reprochándonos esa debilidad que Séneca nos echaba en cara. Si te enfadaste estúpidamente, qué le vamos a hacer: formó parte de la cuota de estupideces del día. Lo que no debemos permitir es perpetuar el conflicto rumiándolo en nuestra memoria. Es una manera inútil de intentar salvar la cara, cuando lo cierto es que ya la hemos perdido, y lo único que podemos conseguir es perderla más. Aunque el oponente se marche, nosotros seguimos renegando acaloradamente con su recuerdo; esa batalla que continúa dentro de nosotros es la que más nos afecta, y es donde realmente corremos el peligro de perder la medida. “Lo que odiamos nos lo tomamos muy en serio”, sonríe Montaigne, invitándonos a caer en la cuenta de que, si no podemos evitar el enojo, sí podemos, al menos, evitar que se perpetúe, que se realimente una y otra vez en nuestra fantasía.

En definitiva, parafraseando un conocido refrán, podríamos decirnos: “Si el otro tiene razón, ¿por qué te exasperas? Y si el otro no tiene razón, ¿por qué te exasperas?” Sea verdad o no que en seguida me pongo nervioso, mejor no ponerme más nervioso al recordar que me lo han dicho. Y la próxima vez procura que los golpes bajos no te pillen por sorpresa: suele haber alguien dispuesto a darlos.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...