En una conversación de verano, como quien no quiere la cosa, un amigo me regaló un artefacto psicológico que desde entonces me
ha hecho pensar mucho y me ha sido muy útil. Hablábamos sobre nuestros buenos y
malos ratos en el cuartel donde habíamos hecho la “mili”, desgranando los
recuerdos con la tierna benevolencia que da la distancia y sentirse a salvo de
lo que ya terminó. Mi amigo me hizo una confidencia: “Confieso que al principio
me descolocaste. Me parecías un pardillo, con tu aire místico y tu palabrería de
jesuita. Luego me di cuenta de que, en realidad, te esforzabas por ser
preciso”. Supongo que el buen hombre, aun con su media sonrisa, pretendía hacerme un
halago, pero a mí su juicio me sentó como un tiro. “Caramba, así que un
pardillo”, repliqué. Había dado en el blanco y me había dolido. No se lo
perdoné.
El cartel de pardillo
que me colgó mi amigo es una de esas imágenes que uno ya no consigue
quitarse nunca de la cabeza. Pero en el fondo le estoy agradecido. A veces el
concepto adecuado nos permite condensar en una metáfora —todos los conceptos
son metáforas— una nube de sensaciones, ideas y vivencias que nos rondan sin
acabar de cobrar forma. Por eso sigo insistiendo en la reflexión y la poética
de las palabras: el poder de la palabra, cuando acierta, es hacer casi palpable
lo indefinido, lo cual nos permite encararlo con más eficacia, utilizarlo y
manipularlo para que la vida nos parezca más controlable. Los psicólogos llaman
a algunas de esas palabras certeras artefactos,
precisamente por su utilidad al habérnoslas con el mundo, que es tan complejo,
y con nosotros mismos, que quizá lo seamos más.
Un pardillo, pues.
Pajarillo inocente. “Persona incauta”, define María Moliner. Ingenuo, cándido,
un poco bobo. En efecto, lo soy, y en la juventud lo era más. Lo he comprobado
en muchas circunstancias, con muchas personas distintas. Desde que tengo
memoria. Y de una forma compleja, porque lo he reafirmado orgullosamente como
seña de identidad y a la vez me lo he reprochado como prueba de estupidez; creo
que tengo una cierta vocación de pardillo, pero una vocación contradictoria,
porque una parte de mí la contempla con aprecio, y otra la impugna con
irritación. “Tu mejor virtud es también tu peor defecto”, me sentenció una
antigua novia poco antes de que cortáramos, refiriéndose en parte a ese aire
inocente y alelado de mi postura en el mundo, que es al mismo tiempo —debo
admitirlo— impostura, porque me sirve de disfraz. Como pardillo he atacado
pareciendo que me defendía, me he ocultado sutilmente tras una fachada de
transparencia. Como pardillo he sido engañado y he mentido, mientras daba la
impresión de que me dejaba engañar; he inspirado desprecios que me han evitado
conflictos, pero que en ocasiones, ay, al eludirlos me han conducido a otros
peores. Ir de pardillo ha sido mi pose y mi debilidad, es decir, un modo de ser
a la vez tramposo y sincero. Hay franquezas que mienten, y mentiras que nos
definen con más fidelidad que las verdades. Las personas damos para muchas
paradojas.
La sentencia de
aquella novia también me ha acompañado toda la vida, y le estoy tan agradecido
como a mi amigo de la mili, porque gracias a ellos he podido entenderme un poco más, y
sobre todo entender algunas de las cosas que han ido pasando. Hace tiempo, me enteré de que los compañeros de trabajo me llamaban curilla; me molestó y me divirtió,
porque debo reconocer que el término era ingeniosamente preciso. Un curilla lo
bendice todo, lo comprende todo, lo perdona todo... al menos aparentemente. De
nuevo la postura que es una impostura. De nuevo la imagen verdadera que nos
sirve para escondernos tras ella. La mejor virtud, el peor defecto: el tiempo
ha demostrado que aquellos compañeros me apreciaban, que en el apodo que me
habían colgado había una inquina tierna.
Entiendo que un
pardillo resulta irritante, porque yo también lo siento ante otros. En parte,
porque, como sucede con los bobos propiamente dichos, lleva a su alrededor,
como un aura, un vacío que lo aísla del mundo y que nos impide acceder a él; da
la impresión de que todo lo que le lancemos, sean halagos o pedruscos, se va a
quedar por el camino, flotando en ese limbo eterno de los ausentes. Pero creo
que lo más irritante del pardillo es que nos transmite una incómoda sensación
de simulación, que hace que no sepamos muy bien a qué atenernos en su
presencia. ¿Será realmente tan ingenuo como parece, o se lo estará haciendo? Ir
de pardillo es una buena estrategia para desconcertar al enemigo, y ahí tocamos
el meollo de la cuestión. El pardillo atraerá risas, pero pocas veces
hostilidad; será ignorado o despreciado, pero el ataque resultará mucho menos
probable.
Debo decir en mi
descargo al menos dos cosas. En primer lugar: por muchas falsedades que se le
puedan recriminar al pardillo, su rol no es menos impostor que cualquier otro.
En el gran teatro del mundo todos interpretan su papel con algún as en la
manga. Todos mienten con cierta sinceridad. Todos son auténticos con cierta
astucia. Goffman lo ha descrito bien: se trata de sobrevivir, de sentirse
significativo, de salir airoso, de conseguir lo necesario de los otros. La
depresión —con todos los respetos por su incuestionable sufrimiento— sirve a
menudo como coartada para una barra libre de reproches, o como un modo de
escabullirse de muchas responsabilidades. La simpatía encubre a veces un sañudo
cinismo. El supuesto arrojo tapa las profundas vulnerabilidades. Pero, además,
cada uno de esos papeles trae consigo un tributo que hay que pagar por él. El
pardillo evitará conflictos, pero tal vez a costa de no ser tomado muy en
serio, de no contarse con él para los asuntos importantes, de no confiarle
tareas graves. El pardillo se evitará enemigos, pero también perderá
admiraciones y reconocimientos. En la tribu apenas se le considerará un rival,
pero, precisamente por eso, es menos probable que gane los favores de las
hembras: ¡cuántas veces las muchachas que me gustaban se libraron de mí
asegurando que les parecía un “buen chico”! Como dice el sacerdote protagonista
de la película Stigmata, uno renuncia
a unos problemas para tener otros problemas.
Nunca he estado
cómodo en mi papel de pardillo, y sin embargo no he podido evitar caer en él
una y otra vez. He soñado con dar una imagen de más seguridad, mostrar una
planta más severa e imponente, inspirar al menos esa pizca de temor que nos
mueve al respeto. Mi padre me reclamaba de joven que me hiciera valer, y
repetía: “¡Ponte derecho!” Hobbes y Maquiavelo, dándole la razón, me habrían
considerado un palurdo: para el primero, el mundo era una lucha de todos contra
todos, el hombre lobo para el hombre; para el segundo, la prioridad es asegurar
el poder frente a los otros, al precio que sea. Nietzsche me habría
despreciado, por hipócrita y por débil, pero sobre todo por subordinar la
autenticidad a la seguridad.
Una parte de mí les
da la razón, y me califica de timorato y perezoso. Será que me falta osadía, o
valor, o confianza en mí mismo. Pero me
temo que también me falta vocación, que soy un poco rousseauniano y de algún
modo sigo creyendo que “todo el mundo es bueno”. Si puedo evitar una contienda
mediante un pacto, mejor. Tal vez ir “con el lirio en la mano” me sirva para
sostener la ilusión de que mi entorno es un poco más seguro y algo menos
amenazante; tal vez lo haga, en fin, por desconfianza. O por simpleza innata, o
por inmadurez. Sin embargo, suelo vislumbrar, aunque sea a ráfagas leves y
pasajeras, las vulnerabilidades que aquejan a todos los que me cruzo; sé que
muchos de ellos van de duros, y no lo son tanto: yo voy de blando, de buenazo
(no de bueno, eso es otra cosa), y tampoco lo soy tanto. A la gente le gustan
las sonrisas, incluso un poco tontas.
Ya no soy el que era,
por supuesto: la vida me ha hecho más áspero y menos ingenuo, al menos en lo
tocante a qué puedo esperar de los demás. Me temo que sonrío menos que antes.
Pero sigo prefiriendo mantener una buena predisposición, sigo resistiéndome a
entonar a coro el refrán: “Piensa mal y acertarás”. Me gustaría poder decir que
mis convicciones emanan de la compasión, eso que los budistas llaman la bodichita, la conciencia piadosa del
sufrimiento ajeno. No, no voy a exaltar la excelencia moral de la ingenuidad, y
mucho menos de la mía. Ir de pardillo no tiene ninguna grandeza. Pero la
arrogancia o el despotismo tampoco. Así que, como no tengo remedio, haré de la
necesidad virtud y, cuando me recordéis que el mundo es egoísta y cruel, con
algo de esa rebeldía adolescente que no he acabado de quitarme de encima, os
replicaré, como José Agustín Goytisolo: “Me lo decía mi abuelito, me lo decía
mi papá, me lo dijeron muchas veces, yo lo olvidaba muchas más”. Y ríase la
gente.
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