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Mostrando entradas de agosto, 2016

Vuelta de vacaciones

Por difícil que se nos haga aceptarlo, peor es no hacerlo: terminaron las vacaciones. “El final del verano llegó”, cantaba melancólicamente el entrañable Dúo Dinámico: se agotó el exiguo territorio de la ligereza y la fantasía, y ahora empieza la larga estación de volar a ras de suelo. Atrás quedan ya esas horas de libertad, en las que no se nos reclamaba nada para seguir vivos. Echamos un vistazo con nostalgia a los paisajes de nuestro estado de gracia, y nos parece que daríamos cualquier cosa por retenerlos, que no se nos escaparan bajo la apisonadora del tiempo. Pero el abismo ya está ahí, regresamos cabizbajos, igual que niños pillados en una travesura, al imperio de los relojes, a la servidumbre de los despertadores, al traje de trabajo bajo el cual palidecerá la piel morena. Hemos vivido al margen de nuestra tarea, de nuestros papeles, de la exigencia y la rutina. Tras un breve paseo por la excepción, ahora toca volver a la costumbre. Se acabaron las coartadas para la pereza, ...

Edad y locuras

“De cuando estuve loco”, canta el magistral Serrat, evocando los dulces excesos de la juventud y vindicando que nos dejen algo para la madurez. Y yo pienso que algo, sí, pero que no sea mucho, que ya no dan el cuerpo ni el alma para gestas. La juventud tiene tantas fuerzas sobrantes, tanto exceso de vida, que necesita ser toda ella exceso, rebosando sobre el mundo. Las locuras de juventud son más que desatinos, son desbordamientos de vida atolondrada de puro irrefrenable. Luego viene la experiencia, que se confunde con el cansancio en su comedimiento. Entonces contemplamos las locuras juveniles con una mezcla de despecho y envidia (cuando nos faltan la ternura y el entusiasmo de Serrat). Despecho porque sabemos que acabarán gastándose, naufragando contra los arrecifes imperturbables de la vida, diluyéndose en la decepción; parecen, pues, un derroche, una pérdida vana, y en efecto lo son, como toda la belleza. Pero saberlo nos hace sentir el privilegio de la edad y de la experiencia....

Amar lo que duele

No estamos hechos para amar lo que duele. Duele, precisamente, para que no lo amemos, para que lo rechacemos, para que entendamos su condición de enemigo. El dolor es un semáforo, un piloto de alarma. Algo funciona mal y nos transgrede. En términos de Spinoza, algo contraría nuestra fuerza vital, y socava nuestra alegría. Un biólogo diría que amenaza nuestra persistencia.  Sin embargo, el dolor nos habla también de otras cosas, y su palabra es siempre sabia. Nos instruye sobre lo que hay que desear y lo que es mejor dejar marchar aunque nos cueste. Nos emplaza a preguntarnos por lo bueno y lo malo, porque el dolor es siempre malo, pero lo bueno es a veces doloroso. Nos educa en nuestra pequeñez, que tal vez podamos compensar con la grandeza de aceptar.  Friedrich tenía razón: amar lo que duele es ya convertirlo en otra cosa. Es absorberlo en el alma hasta confundirlo con nosotros. Es salvarse del miedo zambulléndose en su centro, allá donde es tan puro que no duele, porque lo...

¡Qué deprisa olvidamos!

A veces, en algunos momentos de insólita lucidez, tal vez conmovidos por una alegría o una tristeza demasiado grandes, tal vez trastocados por un suceso que nos desborda, vislumbramos qué es lo realmente importante, cuál es la verdad que no deberíamos perder de vista, dónde reside auténticamente la vida... No basta con pensarlo. Pensar tiene mucho valor, y puede resultarnos muy útil, pero no nos sacude como un buen amigo que se esfuerza por abrirnos los ojos, no nos estremece como el amor. Solo lo que sentimos, lo que nos sale del fondo, nos transforma hasta el fondo. Los pensamientos son como un revuelo de hojarasca: superficiales y mortecinos. Para hablar con la vida hay que hablar en el lenguaje de la vida: el de la pasión, el de la alegría, el del dolor... Solo entonces tañemos las cuerdas de nuestra propia hondura vital. Tal vez haya mucha más verdad —o una verdad más certera— en la poesía que en la reflexión. Y a veces, por suerte, tocamos la poesía con la punta de los dedos...

Sirenas varadas

La vida va discurriendo como un río atropellado, ya lo dijo Heráclito a propósito del tiempo que pasa y lo cambia todo, y más tarde lo cantó Jorge Manrique con una belleza no igualada. Los años nos devastan porque vivir es eso, ir quemándose como una vela para poder dar luz. Es humano mirar atrás hacia lo perdido, con melancolía, se diría que hasta es bello y obligado. Lo que se fue nos acompaña desde el recuerdo, pero también desde la misma sustancia de nuestro ser, porque somos lo que el pasado ha hecho de nosotros. Lo que se quedó por el camino merece nuestro homenaje y hasta nuestro lamento. Pero somos hijos de esa flecha imparable, y estamos hechos para avanzar. Hay que atender los reclamos de lo perdido, pero para repetirle nuestro juramento de amor, no para quedarse atrapado en la nostalgia. Vivir es seguir fluyendo. A veces, cuando el dolor es grande o cuando no sabemos muy bien cómo arreglárnoslas, sentimos la tentación de bajarnos del tren, de quedarnos encallados en alg...

Ir de pardillo

En una conversación de verano, como quien no quiere la cosa, un amigo me regaló un artefacto psicológico que desde entonces me ha hecho pensar mucho y me ha sido muy útil. Hablábamos sobre nuestros buenos y malos ratos en el cuartel donde habíamos hecho la “mili”, desgranando los recuerdos con la tierna benevolencia que da la distancia y sentirse a salvo de lo que ya terminó. Mi amigo me hizo una confidencia: “Confieso que al principio me descolocaste. Me parecías un pardillo, con tu aire místico y tu palabrería de jesuita. Luego me di cuenta de que, en realidad, te esforzabas por ser preciso”. Supongo que el buen hombre, aun con su media sonrisa, pretendía hacerme un halago, pero a mí su juicio me sentó como un tiro. “Caramba, así que un pardillo”, repliqué. Había dado en el blanco y me había dolido. No se lo perdoné. El cartel de pardillo que me colgó mi amigo es una de esas imágenes que uno ya no consigue quitarse nunca de la cabeza. Pero en el fondo le estoy agradecido. A veces ...

Siempre nos queda la risa

A veces, cuando observo con atención los dramas de mi vida ―que son como los de todas las vidas― , me parece que la risa aguarda escondida detrás del escenario, como un duendecillo travieso, y que bastaría apartar los decorados para escuchar sus carcajadas. Es como si la risa fuese la oportunidad de llegar un poco más adentro, al corazón de las cosas, allá donde se difuminan los límites entre el sentido y el absurdo, y la pretendida lógica de nuestras convicciones se queda en paños menores con toda su inconsistencia al aire. En esas ocasiones, me pregunto si la risa no estará más cerca de la verdad, no será nuestra gran oportunidad para la sabiduría, esperando a que nos atrevamos a volvernos un poco más locos, es decir, más juiciosos. Dicen que Hipócrates fue llamado para curar al filósofo Demócrito de un ataque de risa imparable, y que el gran médico griego diagnosticó que no estaba loco, sino que era un sabio, puesto que se reía de la inmensidad de la estupidez humana. Hablo, por ...

Sueños de muerte, sueños de amor

Antenoche soñé que había muerto la dueña del bar donde suelo desayunar; contemplaba un cuadro suyo, donde a la vez estaba su foto y una etiqueta en la que no sé qué ponía. Así es como, al parecer, mi inconsciente se despide poco a poco de un universo en el que viví quince años, el lugar donde trabajé hasta el año pasado y que ahora, con mi traslado, va languideciendo entre las brumas que cada día se cierran un poco más sobre el ayer. Así, también, debe estar preparándose mi inconsciente para otros finales que se anuncian no muy lejanos, y que trastocarán mi mundo tan profundamente que ya nunca será el mismo: mis padres en la barrera de los ochenta años, un amigo con cáncer, mi gata vieja y quejosa; achaques, dolores, estragos que anticipan la ausencia. La muerte se anuncia, la muerte viene en cada pérdida, la muerte se nos lleva siempre un poco cuando se va por un tiempo, avisándonos de que es solo una prórroga... Anoche soñé con dulces compañías, con el calor femenino y la ternura ...

Exceso de tristeza

La tristeza parece venirnos de fuera, como el castigo de un dios, o de esa parte de nuestro interior que nos es extraña porque no obedece a nuestra voluntad. Todas las emociones se presentan con ese dejo de extrañeza, de sombra que se cierne, de misterioso influjo sobre el que no tenemos ningún poder. Sin embargo, no somos del todo inocentes de nuestros pesares. Muchas veces, nos ponemos de su parte, les damos la razón, los hacemos revivir como quien sopla sobre las brasas en lugar de dejar que se apaguen. Demasiado hechizados por nosotros mismos, contemplamos tan absortos como Narciso nuestro reflejo en los estanques de la vida. Tenemos que admitir que buena parte de ese sufrimiento es un empeño, una obcecación, quizá una fascinación. Parece que estemos atrapados en los pantanos de nuestro yo, dando vueltas en círculo como las almas penitentes del infierno de Dante. Y quizá la trampa resida en el propio rechazo: el afán de negar es también una fuerza afirmativa, el odio es un víncu...

Me dicen que en seguida me pongo nervioso...

Algunas personas, a veces, hacen valer aquella afirmación de Sartre: “El infierno son los otros”. Personas que se inmiscuyen en nuestra existencia y se empeñan en zarandearla hasta que algo suene a roto. Personas que no nos dejan sentirnos inocentes, porque van hurgando hasta que nos sacan lo peor. Personas que nos incordian con tanta naturalidad que parece que ni siquiera deberíamos enojarnos con ellas. Con nadie necesitamos de la paciencia como frente a esos seres abrumados y abrumadores. Qué pena que se nos agote tan deprisa, en parte por su admirable capacidad para consumirla. Si nos mantuviéramos pacientes, impertérritos ante sus punzadas, nos daríamos cuenta de que, en realidad, no tienen poder sobre nosotros: para los mosquitos, lo mejor es un buen repelente. Pero como no somos capaces de dominarnos, acabamos dejando que nos perturben, y para entonces estamos en sus manos. “Es que en seguida te pones nervioso...”, dicen, sonriendo con aparente frialdad. Y entonces comprendemo...

Para la libertad

La vida es tarea, dijo Ortega y Gasset: la tarea de construirnos a nosotros mismos. El anhelo de libertad surge de la médula misma del yo, puesto que la identidad se basa en diferenciarse, en cobrar una forma única, y en hacerlo según el propio criterio. Una persona sin libertad, estrictamente condicionada, no tendría ni siquiera noción de ser persona. Tal vez fuera esto lo que nos quiso decir Sartre al considerarnos “condenados a la libertad”. Los días son un inmenso campo de batalla entre libertades que luchan por construirse a sí mismas frente al mundo, por reafirmarse frente a los demás, por resistirse a tantas cosas que se les oponen y que quieren limitar su posibilidad de elegir. Batalla también con uno mismo, entre el ansia y la pereza, entre el criterio y la tentación de entregarse y delegar la decisión en otros. Y batalla, en fin, entre las partes de nosotros que elegirían de un modo y las que se decantarían por otra opción, puesto que siempre deseamos algo y lo contrario, ...

De significados y palabras

“El amor puede empezar con una sola metáfora”, escribe Kundera. Todas las emociones cristalizan en la metáfora. Antes de ella solo hay impulso, instinto ciego, respuesta a estímulo, reacción primaria: aproximarse, huir o luchar. Cuando atribuimos un sentido, cuando declaramos un significado, de repente viene a nosotros, unido a él, una maraña de semánticas. Cuando una mirada se convierte en imagen, y nos habla (aunque somos nosotros los que le ponemos voz), de repente se sale del mundo y pasa a acoplarse a nuestro mundo. Antes solo había sucesos, descoloridos, más o menos ajenos. Ahora estamos nosotros, enredados en esa malla. El mundo nos cambia porque nosotros lo cambiamos: se ha abierto un portal de ida y vuelta, como los que permiten viajar en el tiempo en las películas de ciencia ficción, solo que aquí es entre el territorio íntimo y el universo. Así, una mera atracción no es más que una anécdota hasta que algo nos acapara en ella. A lo largo del día sentimos infinidad de atr...

¿Demasiado solo?

¿A qué tanta soledad? ¿Será normal esta continua ausencia, permanecer obstinadamente de este lado del mundo? ¿Será normal no tener ganas de salir de aquí, salvo cuando se cruza algún fugaz atisbo de ternura? E incluso entonces: ¡qué prevención, qué reticencia! Supongo que no es normal. Sin embargo, tal juicio no llega más allá de sí mismo. ¿Qué es normal? ¿Y por qué habría de ser lo mejor? Lo normal es solo una abstracción de lo predecible. Es un concepto estadístico, y de ahí que a la curva de Gauss se la llame normal . ¿Conocéis a alguien que esté junto en medio, en la cumbre de la curva, en el cero absoluto de desviación? ¿Hay alguien normal? ¿Y qué es lo que avala esa cualidad? ¿Y por qué debería ser mejor que yo, que ando por los márgenes, cargado de excepciones? Confundimos lo normal con lo previsible, con el ideal de lo bueno. Pero incluso lo bueno lo confundimos con lo establecido, con lo que comparte más gente. Es normal lo correcto, es correcto lo que la sociedad espera ...