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Crueldad

El deseo y el temor nos urgen, y a veces hacemos daño. La moral resultaría fútil para un amor perfecto; si hace falta es porque la bondad escasea y es difícil. 


Sin ánimo de justificar nada, quizá resulte que vivir conlleva perjudicar a veces. Nada de esto parece sorprendente. Sin embargo, en determinadas ocasiones, la voluntad de causar sufrimiento va más allá; el daño no solo es deliberado, sino además alevoso, insistente, mórbido. Ese empeño es lo que lo convierte en crueldad. 

La desmesura del comportamiento cruel plantea muchas perplejidades. La primera, la que nos concierne de lleno, tiene que ver con nuestra contrariedad de víctimas: ¿por qué nos han tratado cruelmente? ¿Habremos suscitado de algún modo la fiereza? ¿Qué podríamos haber hecho para disuadir o apaciguar a nuestro verdugo? Cuando presenciamos la crueldad desde lejos, nos invade el asombro. ¿Qué impulsa a una persona a comportarse así, ensañándose en el dolor ajeno? Sabemos que buena parte de la agresividad se reprime: por miedo, por empatía, por mera preferencia; casi siempre por imposición. ¿Seremos todos verdugos en potencia, y sucede que algunos no saben o no quieren contenerse? Y a esos, ¿les faltará sensibilidad, serán inmunes al reconocimiento y al afecto? ¿Estarán privados del instinto de empatía, de la conmoción del dolor? Y, finalmente, lo más abstracto, pero no menos importante: ¿cuáles serán los valores del que actúa con crueldad, y cómo se las arreglará para desentenderse de ellos? 
Raro será quien no se haya comportado cruelmente alguna vez. Por mucho que nos incomode, debemos admitir que juzgamos la crueldad sin ser inocentes. Adivinamos que el cruel recalcitrante podría ser víctima, a su vez, de determinadas circunstancias. Por eso, antes que juzgarlo, interesaría comprenderlo. Partiendo de que comprender no es eximir: salvo en casos patológicos, entre el impulso y el acto hay un umbral de elección; hágase cargo cada cual de sus atropellos. 

¿Y la víctima? ¿No le corresponde a menudo su parte de responsabilidad? Hay crueldades que reaccionan a otras, o que responden a llamadas que debieron callar. Aquiles se ensañó con Héctor debatiéndose en un torbellino de dolor. Eso, insistamos, no le disculpa, pero le explica. Puede que a veces la crueldad sea una debilidad. 
¿Habremos hecho algo, entonces, para estimular a nuestro verdugo? No descartemos habernos entrometido, imprudentes, en su historia. Pero eso no quita que haya crueldades gratuitas, crueldades en busca de víctima; nuestro entrometimiento inoportuno no las hace menos crueles. En cualquier caso, queda un último intento: apaciguar también puede ser un arte. A veces resulta útil disuadir al otro mostrándole nuestros dientes. Pero, ¡cuidado!, eso mismo puede servir para incitarlo. Nunca se sabe adónde llevarán el miedo o la rabia. 

Es complicado acertar lo que a los otros se les pasa por la cabeza o por el corazón, y cuesta entrever qué hay detrás de la crueldad. Todo se puede convertir en costumbre, incluidos los extraños quejidos de un alma atormentada. El sufrimiento replegado es más difícil de soportar, y hay quien hace daño para no quedarse a solas con el suyo. Pero también puede suceder lo contrario: que el cruel sea incapaz de ponerse en el lugar del otro, que no lo vea como sujeto sino como objeto, y que por eso le agreda como golpearía a un saco de arena. 
Queda la cuestión de los valores: ¿qué clase de principios éticos tiene una persona cruel? Desde luego, no la solidaridad, ni la compasión, ni la tolerancia. La crueldad huele a narcisismo y a odio, suena a almas cautivas en la oscuridad.

Comentarios

  1. Quizá lo más acertado sea alejarse de las personas así. Aún compadeciéndose de ellas, lo primero es protegerse.

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