Ir al contenido principal

El factor tiempo

Estamos acostumbrados a valorar nuestros actos según la perspectiva de su utilidad. Un conocido humorista lo ha satirizado con una fórmula que se ha hecho popular: «Si hay que ir, se va; pero ir por ir es tontería». Más allá del utilitarismo comercial de nuestra sociedad, que convierte en ídolos a la eficacia y al dinero, la ley universal de la acción se basa en las expectativas de beneficio. 


¿De qué me sirve este esfuerzo? ¿Me servirá este sufrimiento para evitar otros peores? Incluso planteamientos más idealistas se fundan en ello: ¿Hará mi lucha que el mundo sea mejor? 
Es una postura implacablemente lógica. Se trata de la motivación, y obedece al principio de que toda acción responde a la búsqueda de satisfacción de una necesidad o un deseo. Se hace para eso. Dedicar nuestras energías a tareas estériles resulta poco inteligente, o meramente fútil, y en última instancia ruinoso. En definitiva, se trata de puro sentido común, hasta el punto de que nos pasa desapercibida. Tal vez por eso nos cuesta percatarnos de sus contradicciones. 

El principio utilitarista se basa en el tiempo: mi acción de ahora está motivada por la perspectiva de una satisfacción futura. Pero el futuro plantea al menos dos problemas. Por una parte, es algo imaginario, una proyección de nuestra mente, que no ofrece ninguna garantía (como mucho, probabilidades) de suceder tal como la prevemos; hay demasiados acontecimientos en marcha, entrelazados en el devenir, para que podamos concebir ninguna certeza. Siguiendo la terminología mercantilista, muchos de nuestros actos son inversiones con una expectativa razonable (pero no segura) de beneficio. 
En segundo lugar, y esto quizá merezca aún más reflexión, el futuro no termina en las consecuencias de nuestros actos; el tiempo seguirá más allá de nuestras metas, y no sabemos lo que hará con ellas. Se mete por en medio un factor inesperado, y lo que se hizo con una intención determinada acabó en un resultado tal vez muy distinto del que pretendíamos. Las circunstancias hicieron que una solución correcta solo sirviera, en realidad, para provocar un nuevo problema, tal vez mayor. El universo es complejo, y complejidad equivale a caos: el aleteo de una mariposa, suele decirse, puede causar un huracán. Por exagerada que resulte la imagen, tiene la virtud de hacernos meditar sobre la incertidumbre. 

La incertidumbre, en sistemas complejos, es la consecuencia ineludible del tiempo, y conlleva que los actos humanos resulten a menudo vanos y fallidos. Su reverso es, no obstante, una incómoda certidumbre, la única cosa que, mal que nos pese, podemos tener por segura: a la larga, toda consecuencia de lo que hagamos se disolverá, será absorbida por el cambio permanente. El futuro es el gran demoledor de los proyectos humanos. Y de los humanos mismos. Insoportable levedad del hacer, insoportable levedad del ser. 
Y esta última es la que más nos toca, nos sacude, nos abruma. La inconsistencia de nuestros actos y sus consecuencias no resulta angustiosa, implica solo el inconveniente de tener que estar continuamente rectificando y rehaciendo. Estamos acostumbrados a ello, y hasta nos estimula. Nada aburre más a los niños que una cosa completada: quizá por eso disfruten demoliendo los castillos que tanto les costó construir. Pero con la existencia pasa lo mismo, y eso no hace mucha gracia. Cada uno de nuestros placeres, de nuestros amores, de nuestros pensamientos, está hecho para perderse, para olvidarse. ¿Cómo no vamos a contemplar esa finitud con desazón? Seres en el tiempo, seres para la muerte: vivir es despedirse. 

Comentarios

  1. ¡¡Qué bueno el ejemplo de los castillos de los niños!! Me lo quedo para darle vueltas...muchas gracias.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, amigo. ¿No somos todos un poco así? ¿No tienen algo de deslucido, hasta de fastidioso, las cosas terminadas? De joven tuve una fantasía: ¿qué pasaría si al final la ciencia hubiera descifrado todos los secretos, lo hubiese explicado todo? No tuve ninguna duda: borraríamos hasta el último conocimiento y volveríamos a empezar... ¡Tal vez nuestra alma peregrina no esté hecha para quedarse!

      Eliminar
  2. Pero ese supuesto no es posible, ¿no?, porque la vida no se basa en las cosas, sino en la percepción que tenemos de ellas. Y ésta, varía con el tiempo.
    Quiero decir, que siempre se verían cosas nuevas.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Por supuesto! Era una simple fantasía, a veces dejo volar la imaginación... ;)

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Conversación

Los espartanos consideraban que se habla demasiado, y por eso, antes de abrir la boca, procuraban asegurarse de que lo que iban a decir valía la pena, aportaría algo nuevo y no haría a nadie un daño innecesario. Debían ser un pueblo muy silencioso, y su gusto por la brevedad explica que hayamos incorporado su gentilicio «lacónico» como sinónimo de concisión. Es cierto que solemos hablar de más, pero hacerlo tiene un sentido social que escapa a la austeridad de aquel pueblo de adustos guerreros. Por paradójico que parezca, normalmente no conversamos para transmitir información. Necesitamos hablar porque es nuestra manera de encontrarnos, de estar juntos, de sentirnos unidos. Cierto que lo que nos entrelaza es frágil: meros mensajes, a menudo banales, muchas veces inapropiados. Sin embargo, por frágil que sea, cumple su función primordial de vínculo. Además, hay que respetar las palabras, incluso las más triviales, porque el verbo es más fuerte que nosotros, porque nos trasciende y nos ...