El psiquiatra M. Scott Peck cuenta, en su famoso libro La nueva psicología del amor, una anécdota que invita a reflexionar. Ejerciendo como interno en un hospital, se encontró desbordado de trabajo. Decidió plantear a su jefe que le resolviera esa molesta situación. El superior se limitó a replicarle, con mucha amabilidad pero con firmeza, que el problema era suyo, y por tanto le correspondía a él buscarle una solución.
Hacerse cargo de los propios problemas, en lugar de endosárselos a los demás o pretender que ellos nos los resuelvan, es una incómoda usanza que se llama responsabilidad. Todos hemos esperado a veces que los demás nos saquen las castañas del fuego, todos hemos intentado cargarles con nuestras responsabilidades, incluso ―¿especialmente?― cuando se trata de líos que hemos provocado nosotros. Y para delegar sin remordimientos, llegamos a engañarnos sobre la causa de los desaguisados, que procuramos colgar a los demás, o al pérfido mundo. La culpa de los desencuentros siempre la tienen los otros, demasiado egoístas, o cerriles, o torpes, o descarados…
Sartre llamó a estas trampas mala fe. La mala fe nos redime eximiéndonos del control, al concebirnos como meras víctimas de fuerzas telúricas que nos superan. Es una excusa eficaz, que aligera la realidad de la vida formulándola en subjuntivo, en lugar de asumir el indicativo de los hechos: “Si me escucharas, si fueses más razonable, si hubiera dispuesto de más tiempo, si la suerte me hubiese sonreído…” El defecto no está en uno, sino en la conspiración del entorno.
Es un excelente recurso para dormir mejor, pero también la manera más sofisticada de no resolver los contratiempos. Porque la vida, ay, está hecha de tal modo que las circunstancias nunca son las óptimas; característica que la hace ardua, pero también apasionante, si nos decidimos a encararla y a hacer valer nuestra voluntad. Sobre todo, si afrontamos el hecho de que nuestros problemas son nuestros y de nadie más, y que, cuando la vida nos interpela, a nosotros nos toca responderle. Aunque eso implique, a menudo, chapotear en un mar de dudas, o elegir lo inadecuado. Cuando un interlocutor le expuso a Sartre una dramática situación, este se limitó a contestarle: “Usted es libre, elija, es decir, invente.”
No nos gusta la responsabilidad porque involucra a nuestro ego. Al no tener a nadie a quien culpar, hemos de reconocer que somos nosotros los que tenemos que luchar o que rendirnos, somos nosotros los que deben elegir y atenerse a las consecuencias. Somos ineludiblemente libres, aunque no nos guste porque es demasiado expuesto, porque nos deja solos, porque preferiríamos encontrar un fenómeno o un sujeto que afrontara el peso de la responsabilidad. Y claro que hay fuerzas y personas que nos condicionan, pero al final fuimos nosotros los que eligieron, o tenemos que ser nosotros los que elijan.
“Estamos solos, sin excusas”, decreta Sartre.
Inventar, elegir, decidir, mirando las cosas a la cara y sobre todo dando la cara: esa es la única manera ―si hay alguna― de resolver los problemas. Aceptando, en definitiva, que son nuestros…, cuando lo son. Si cada cual debe hacerse cargo de sus problemas, tampoco es acertado apropiarnos de las responsabilidades ajenas. Al hacerlo, les estamos escatimando una parte de su vida, pero también nos estamos violentando con un peso que no nos corresponde. El jefe de Scott Peck y Sartre supieron devolver los problemas a sus dueños. Cabe esperar que, si hubiesen sido propios, no habrían intentado encajárselos. Tu problema es tuyo, mi problema es mío. A veces es difícil discernirlo: qué mejor tarea para la reflexión.
Gran reflexión sobre la responsabilidad, querido amigo.
ResponderEliminarHaría hincapié además, en el gran poder que en realidad nos otorgamos a nosotros mismos cuando abrazamos esa responsabilidad.
Si algo nos perjudica, o no nos gusta, basta con hacer otra cosa diferente y movernos en un entorno que nos guste y nos benefice. Eso no podríamos hacerlo si nos situamos en que las cosas dependan de los demás.