Ir al contenido principal

¿Por qué lo llaman sexo cuando quieren decir amor?

Probablemente debemos a Freud la afirmación más comprometida del primigenio poder motivador del sexo; pero acaso debería haber excavado más profundamente en las pasiones.


No se puede negar que existe un impulso elemental, telúrico, que nos vuelca hacia los otros en un afán voraz de contacto con sus cuerpos; un anhelo que, en última instancia, aspiraría a incorporarlos a nosotros, casi a fagocitarlos, entremezclando nuestros citoplasmas en una simbiosis que, trascendiendo esa separatidad de la que hablaba Fromm, nos aliara más allá de las identidades individuales. Esa ansia de mezcla alcanza su formulación más aparente en el coito, donde un cuerpo penetra en el otro y se proyecta en él; pero ya se escenifica en esos juegos de entrelazamiento que son los abrazos y las caricias, la piel que se adhiere a otra piel, los labios que abren otros labios, la lengua que los traspone. Los cuerpos se intercambian en ese protocolo apasionado que invade mientras se entrega, que ofrece mientras se apropia, que declara el asedio de la inminencia desesperada en una materia que pugna violentamente por fundirse. 

La fuerza que impulsa este agolpamiento de individuos es, por supuesto, el placer, ese temblor de la vida rebosándose a sí misma. Spinoza tal vez considerara el placer culminación de la alegría, esa pleamar de energía por la que el ser asciende a un estado de mayor perfección. Pero el placer se ramifica en múltiples dimensiones. La más elemental es el crudo relámpago en el que se disparan ciertas áreas del cerebro (el sistema límbico, la amígdala), y que recorre el conocido trayecto de ascensiones y mesetas hasta alcanzar la culminación del orgasmo y el posterior apaciguamiento. Hacia esa cuenca central se precipitan las avalanchas del deseo. Sin embargo, por debajo, en un nivel más discreto pero quizá más asentado, discurren también, muchas veces, las mieles profundas de la ternura. En ellas se realiza esa otra aspiración humana que es la mutua ofrenda, esa otra fusión simbólica que es el intercambio de reconocimiento, la proximidad cómplice, la honra mutua del intercambio de ser. Esa alianza que, con todas las cautelas en el uso del término, denominamos amor. 
Sexualidad y ternura son fuerzas que sacian apetitos, y es difícil saber cuál va primero. Por más reprimido o disimulado que esté, el impulso sexual persiste, como un trepidar de la vida; Freud decía que, cuando no se expresa directamente, se sublima, es decir, se despliega de un modo simbólico en otras conductas y relaciones en las que, si somos coherentes, resulta legítimo suponer un componente erótico. Pero la ternura parece ir más allá del sexo, y podría resultar aún más apremiante. A veces, sexualidad y ternura se combinan, se causan o se intensifican mutuamente. Ni la sexualidad requiere forzosamente ternura, ni la ternura acontece en exclusiva a través del sexo; pero este sin aquella suena a hueco, al tiempo que la ternura sin sexo languidece cuando han surgido entrelazados, como sufren tantas veces los amantes. 

Podemos concluir que la pulsión de sexo resulta más acuciante que la necesidad de ternura, pero a largo plazo o en el conjunto de la vida la ternura juega un papel más relevante, y abarca muchas más interacciones además de las sexuales. Esto hace pensar que a menudo es justamente amor lo que buscamos en el sexo, y no tanto a la inversa, como pretendía Freud. Woody Allen tituló una de sus comedias ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?: me atrevo a replicarle con el juego benévolo de invertir los términos de la pregunta.

Comentarios

  1. Genial artículo, amigo mío.
    No sé si fue Schopenhauer quien dijo aquello de: "La vida es la continua repetición de la búsqueda del placer".
    Maldita sea...estamos enganchados. Jajaja...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Como punto de partida, no parece una mala adicción... A los animales les funciona bastante bien, igual que a nuestros antepasados. Lo que pasa es que, como hacemos con todo, la hemos complicado endiabladamente. Somos adictos en su laberinto...

      Eliminar
  2. A mí me tiene más intrigado el amor y ternura, padres-hijos.
    Yo sentí algo que no sé describir cuando nació mi hija. Como un impulso natural de protección. Como si a partir de ese momento mi única misión en la vida pasase a ser protegerla. Todo lo demás pasó a ser secundario.
    Me intriga que, si ese es un instinto natural de supervivencia de la especie, que sería comprensible, ¿por qué no ocurre igual con todo el mundo?

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Como hemos comentado a veces, yo también sentí esa sacudida absoluta de una ternura desbordada la primera vez que tuve mi hijo en brazos. Y de repente todo se puso en su sitio. La llegada de mi hijo reorganizó mis prioridades y mis sentidos. ¡Qué suerte!
      Pero supongo que ese mecanismo no funciona igual en todo el mundo, y desde luego no quita el ascendente de otros instintos y motivaciones. Nuestra capacidad para complicar es inagotable. ¡Qué frágil, qué variopinto es todo lo humano!

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Conversación

Los espartanos consideraban que se habla demasiado, y por eso, antes de abrir la boca, procuraban asegurarse de que lo que iban a decir valía la pena, aportaría algo nuevo y no haría a nadie un daño innecesario. Debían ser un pueblo muy silencioso, y su gusto por la brevedad explica que hayamos incorporado su gentilicio «lacónico» como sinónimo de concisión. Es cierto que solemos hablar de más, pero hacerlo tiene un sentido social que escapa a la austeridad de aquel pueblo de adustos guerreros. Por paradójico que parezca, normalmente no conversamos para transmitir información. Necesitamos hablar porque es nuestra manera de encontrarnos, de estar juntos, de sentirnos unidos. Cierto que lo que nos entrelaza es frágil: meros mensajes, a menudo banales, muchas veces inapropiados. Sin embargo, por frágil que sea, cumple su función primordial de vínculo. Además, hay que respetar las palabras, incluso las más triviales, porque el verbo es más fuerte que nosotros, porque nos trasciende y nos ...