«El hombre es un buen animal… aunque es mejor no pedirle mucho». He citado a menudo esta sentencia de Romain Rolland —en la que engarzo dos fragmentos independientes del Colas Breugnon—, y lo seguiré haciendo, porque no deja de fascinarme su ironía benévola, su fresco humanismo, y sobre todo su certera agudeza. Dice casi todo lo que hay que decir sobre la condición humana —lo que podríamos explicar, por ejemplo, a un alienígena, o lo que deberían saber nuestros hijos—, y por eso vale la pena que nos la repitamos, a ver si logramos aprender de ella.
«Buen animal»… ¡Qué apropiado! Buenos animales son para nosotros, digamos, los perros y los caballos, y por eso les profesamos tanto afecto. Hay, claro está, caballos díscolos y perros mordedores, pero la mayoría sabe portarse bien, nos acompañan y nos socorren, nos obedecen y nos soportan con infinita paciencia, incluso cuando no les premiamos a cambio como merecerían. Dan, en fin, lo que tienen, dentro de lo que dispone su naturaleza y de lo que condicionan los instintos que alientan en todo bicho viviente. Incluido el buen animal humano.
El hombre, tomado en tropel y sin entrar mucho en detalle, claro que puede ser tildado de buen animal. Los prójimos con los que nos cruzamos casi siempre dejan vivir y solo piden que les dejen a ellos. Fastidian lo justo y nos aguantan cuando les fastidiamos. La gente, en fin, suele ser amable, y por eso a veces caemos en la ilusión de esperar demasiado de ella. Error perceptivo que no se entiende bien, porque contradice toda experiencia. Quizá sean trazas de aquel temprano despotismo omnipotente, con el que de niños alimentábamos la ilusión de que el mundo estaba a nuestros pies. Nos dan la mano y ya contamos con el brazo. Y, si nos lo retiran, nos indignamos igual que de retacos armábamos un berrinche. ¡Habrase visto la desconsideración, negarme a mí un capricho!
En realidad, deberíamos estar agradecidos, y asombrados, por las muchas veces que se nos dice que sí. ¿Acaso se nos debe algo? Lo natural, quizá incluso lo justo, sería que, ante nuestras pretensiones, nos mandaran a hacer gárgaras. Al fin y al cabo, nadie tiene la culpa de que «su piel le quede más cerca que su camisa», como dice el propio Rolland en otra parte. Llevad a un animal al límite, y quizá prefiera la supervivencia a la lealtad. Pedidle demasiado a una persona, y si en ese momento le duelen las muelas o tiene mejores cosas que hacer, probablemente no tendrá el horno para nuestros bollos. Pedid y se os concederá, sí, pero siempre que el otro esté de buenas, y procurad tener algo que ofrecer a cambio.
¿Tacharemos a los demás de egoístas por no estar pendientes de nuestras necesidades? ¿No seremos nosotros los egoístas, cuando pretendemos que el otro nos sirva como un instrumento? Bastante arduo es ocuparse de la propia vida, para tener que hacerse cargo de la ajena. Y, aun así, como buenos animales, lo hacemos muchas veces. Lo que no parece de recibo es exigirlo.
Porque también hay quien abusa del buen animal. «Si me quisieras…» Hay que ponerse en guardia ante tales melindres, porque a continuación suele venir alguna trampa: un chantaje, un intento sibilino de forzarnos. ¿Si te quisiera? Rolland nos enseña a replicar: «Yo te quiero mucho, te lo juro; pero, qué le vamos a hacer, también me quiero mucho».
No, no hay que pedirle demasiado al buen animal, si no queremos que deje de ser bueno. La decepción no es problema del otro, sino de nuestras narcisistas expectativas.
Qué genial artículo amigo mío. Pienso lo mismo.
ResponderEliminarNunca me han gustado las exigencias.
Gracias, compañero. De buen animal a buen animal, jaja.
EliminarPor cierto, mientras lo revisaba pensaba mucho en ti, que siempre has tenido tan presentes a los animales en su "humanidad"... y la dignísima "animalidad" de los humanos.
Exacto. Utilizamos "animal" como calificativo despectivo, sin embargo, yo creo que si nos comportásemos más como animales, nos iría mejor...
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