Ir al contenido principal

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas. 


Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes: tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos. 

Así pasa la vida verdadera, la que calla y cansa. Nada para tirar cohetes, pero tampoco para renegar: nos haga o no felices la sorda retahíla de los días, sabemos que las cosas podrían ir mucho peor, presentimos que las aventuras están para abatirnos y, después de todo, la derrota es el estado natural del ser humano. Sabemos que, en el fondo, tenemos suerte. La existencia puede llegar a ser muy inhóspita, de sobras lo hemos comprobado; y también hemos sufrido en nuestras carnes la violencia de los momentos de excelsitud, cuando nos alzamos elegidos y completos, hasta descubrir que, en realidad, solo éramos un invitado más en el banquete, y al acabar había que regresar a casa sin nada en los bolsillos, gastados y con sal en el aliento, tambaleándonos por «esta zona de luz apenas». 
Entre unos y otros extremos, como un puente tendido entre fronteras, los días nos sostienen y nos envejecen, amarilleando en el calendario sin mayor realce, como los mediodías cubiertos de hojarasca. Vamos tirando. 

Por fortuna, el ánimo se acomoda a casi todo. Las emociones, cuando irrumpen, parece que vayan a inundarlo todo y a durar para siempre, como si el mundo pudiera pintarse con un solo brochazo, como si la vida pudiera quedarse quieta. Pero ni el gozo ni el dolor están hechos para quedarse mucho tiempo. O somos nosotros los que no estamos hechos para retenerlos. Nos falta fuerza y convicción. «Quizá, simplemente, estamos fatigados». 
La felicidad y la pena se hermanan en el légamo fiel de la costumbre, donde la gravedad sedimenta los colores y el girar del mundo los bate hasta reducirlos a un gris mortecino. Ese gris, mal que nos pese, es nuestra casa: el color es un destello que se disipa en seguida. Tal vez la costumbre nos resulte triste porque solo nos acordamos de las grandes conmociones. Pero esa rutina es nuestra patria y nos reconocemos en ella, y por eso regresamos a su amparo con alivio. Lo mejor y lo peor extraen su vigor de la fugacidad: la duración, en cambio, es patrimonio del hábito. El tiempo se dilata y se repite como las estaciones. ¿Somos felices? «No sabemos». Vamos tirando. 

Si somos juiciosos, encareceremos la gris cotidianidad con una pátina de alegría blanda y suficiente. En el fondo, no lo olvidemos, tenemos suerte: hay quien lo daría todo por nuestros mustios días laborables. El valor de las cosas es un simple ejercicio de comparación. Dicen que los chinos sabios prefieren evitar los tiempos interesantes. Tenemos que aprender a vislumbrar la alegría de los infinitos matices del gris. Otro lunes: esa es nuestra aventura.

Comentarios

  1. "Procura vivir en tiempos interesantes", así conocía yo el proverbio. Pero pensaba que era un deseo positivo y leyendo acerca de él, resulta que es una maldición. Jamás se me hubiera ocurrido. Gracias por mostrármelo.

    Y de acuerdo en la importancia de los ritos. Es curioso que le he ido dando mayor importancia según iba madurando.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí, el refrán chino sobre los tiempos interesantes ha corrido bastante por ahí, y de hecho está relativamente de moda, así que no me siento muy seguro sobre su verdadero sentido. Por lo que entendí en más de un sitio, se usa con sentido irónico, algo así como decirle a alguien: "¡Ojalá no te aburras nunca!", o "Ahora sí que estarás entretenido". Son cosas que se dicen a veces, y se capta claramente la intención maliciosa. La versión china me parece insuperable: no hay nada "interesante" que no encierre un desafío.

      Eliminar
  2. "La derrota es el estado natural del ser humano" dices.
    Mmmmm....no lo veo.
    ¿Quiere esto decir que todo el mundo acaba perdiendo alguna vez?
    Del mismo modo, también acaba ganando alguna vez, ¿no?

    Muy interesante...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí, muy interesante tu reflexión, al fin y al cabo perder y ganar resulta bastante relativo, y a menudo es cuestión de perspectiva... o de tiempo, como en aquel cuento del campesino que siempre contestaba "Ya veremos", tanto a las felicitaciones por la buena suerte como a los pésames por una desgracia...

      Mi afirmación sobre la derrota es extremista a propósito. Se trata solo de un experimento mental, una especie de "¿Y si...?" Pero hay un fondo en ella que considero cierto: la derrota viene sola, no hace falta buscarla; en cambio, para la victoria hay que luchar. Sucede lo mismo con todos los deseos humanos: por el mero hecho de ser deseos, se alinean con un cierto estado ideal del mundo (subjetivamente ideal, claro), y por eso hay que salir al mundo a conquistarlos... y asumir lo que eso tiene de incertidumbre.

      Eliminar
  3. A veces, la mayor victoria se produce cuando consigues dejar de luchar....jejeje

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Anónimo6/4/25 18:11

      Si. Ganas cuando te rindes a tu propia ignorancia. Cuando dices: He hecho lo que se que sea lo que tenga que ser.

      Eliminar
  4. Ana Poch6/4/25 18:15

    Añadiría. Que hay sabios que opinan que la felicidad es un estado de conciencia y la tristeza una consecuencia de la ignorancia del ser humano. En esto hay mucha tela que cortar!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Comparto esa opinión de la felicidad como estado de conciencia. Y que hay mucha tela que cortar. ¡Espero tener oportunidad de cortar mucha tela al respecto con vosotros! Gracias por los comentarios, un abrazo.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...