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Rabias desdeñables

Ahí está la rabia, la vieja gruñona, la niña asustada, la bruja resentida, con su clamor de gritos y reclamos, perturbando la placidez de mis atardeceres, removiendo a manotazos el fondo de mis estanques, desmenuzando las fuerzas que reservo para la tarea de vivir. 


Ahí está, y cumple su función de centinela, y sé que solo quiere defenderme y hacerme valer; pero emerge también de mis inseguridades y mis temores, es también un rebullir desesperado que lucha para preservar la infantil ilusión de omnipotencia. Es un dolor que encubre el dolor de la vergüenza. Y hoy no lo quiero, hoy prefiero mirar a la cara la verdad, que es amarga pero firme y reconfortante como el hogar paterno. 

Ira, tú y yo hemos tenido ya unas cuantas citas, y pocas han acabado bien. Irrumpes con tu escándalo, quebrando a mazazos mi mansa lasitud, rasgándote las vestiduras como una plañidera y confabulando a los dioses para la guerra. No te quiero, rabia, no eres santo de mi devoción ni siquiera cuando aciertas. 
Cuando tienes razón te agradezco que hagas sonar tu cuerno y me pongas sobre aviso y me incites a reunir mis fuerzas frente a los atacantes. Pero nada más: una vez cumplido el cometido, te ruego que te marches. Porque si te quedas ya no puedo pensar, ya no puedo reír, ya no puedo amar. Me vuelvo intransigente, me atrapa tu mórbido hurgar en las heridas que no dejas sanar. Soy incapaz de adivinar al otro en su trágico destino de mortal desorientado, de ser huérfano y sufriente. Me vuelvo ciego a la condición humana, se me vacía el mundo de personas mientras se llena de adversarios. Me hinchas, ira, me rebosas de mí mismo, de mi temor y mi frustración, que me hacen destructivo. 
Bienvenida sea tu lucidez. Te doy las gracias por esa alerta que me hará prudente, por señalar una ofensa que tal vez me haga humilde, por denunciar una traición que me hará menos ingenuo. Bien, ya lo has hecho: te ruego que te marches. Porque no sueles conformarte con avisar: luego quieres mandar. Y ahí es lo peor del ego quien se alía contigo. 

Los sabios han querido curarnos de esa tentación, de ese oscuro afán de venganza que hace el mundo peor y a nosotros en él. Cuenta una vieja parábola que un maestro le impuso a su discípulo que pagara a todo aquel que le insultase. Pasado ese tiempo, le envió a Atenas a aprender sabiduría. A las puertas de la ciudad había un hombre vejando a todo el que pasaba. Cuando increpó al visitante, este se echó a reír. El hombre le preguntó por qué se reía de sus insultos, y él le replicó: «Durante tres años he tenido que pagar por esto mismo, y ahora tú me lo ofreces gratuitamente». El hombre se apartó y le dijo: «Entra en la ciudad… Es toda tuya». 
El aprendiz estaba curado del ego, y eso lo hacía libre. Esa es la libertad que no quiero que me escatimes, rabia. Tú reclamas que me revuelva y agreda. Pero si miro con ojos limpios, compruebo que la amenaza y la afrenta no fueron para tanto. La mezquindad es la calderilla de nuestras debilidades; no demuestra que los demás sean malos, solo que sufren o que me aman poco. ¿Y por qué habrían de amarme más a mí? 

No soy tan importante. Tal vez valga la pena responder al ultraje, cuando menos para evitar que me avasallen. Pero podría ser preferible dejar que el viento se lo lleve, como arrastra una canción desafinada. Asumir que no me amen y perdonar. Dejar que nos limpie el discurrir de la vida, que es tan corta. Odiar cansa. Ahora vete, rabia, cállate y vete: este agravio no es malo, solo es triste; no dejaré que me robe la alegría.

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