Ir al contenido principal

Mentiras protectoras

El trabajo del terapeuta, para progresar con eficacia, deberá ser primorosamente feroz. Tiene que obcecarse, contra lamentos y amenazas, en poner el meollo al descubierto. Como a un minero, no le basta con remover la tierra, ni siquiera con sacar de vez en cuando un vestigio valioso. Hay que excavar hasta desenterrar el corazón petrificado. 


El trabajo del terapeuta requiere sagacidad, pero también testarudez. La terapia es un duelo, enconado y exasperante, de incierto desenlace. Se trata de arrimar al paciente hacia sus miedos más profundos, y ayudarlo a enfrentarse a ellos. No tengo claro que el mero entender, por sí mismo, baste para sanar, incluso cuando incide en lo esencial. Tiene que ser un entender regenerador, una gestalt que cambie el escenario mental del paciente. Someter a un estrago a los personajes internos, pero para esbozar un argumento diferente. 

Para ello el paciente ha de atreverse a ir desbastando las prisiones en las que se recluyó, por confusión, por rabia o por miedo. Sobre todo por miedo. Porque una prisión siempre nos protege de algo, de lo contrario no la habríamos construido, ni aun menos penaríamos en ella todavía. Uno prefiere estar cautivo cuando la libertad resulta demasiado intimidante. 
Por ejemplo, uno queda preso en una pareja destructiva. ¿Por qué? Porque en el origen llegó a la conclusión de que no merece ser bien tratado. El afecto, entonces, le genera un conflicto con sus más profundas convicciones. Pero, en un nivel más profundo, quizá simplemente le horrorice que le quieran. ¿Por qué? Porque entonces se enfrentaría al peligro de que fuese mentira, o de que dejasen de quererle en cuanto le conocieran de verdad. Tal constatación de su indignidad sería demasiado dolorosa. Al menos, mientras no le quieren, mientras le maltratan, las cosas no pueden ir peor. Al menos en ese desierto no existe el riesgo de confundirse con un espejismo. 

El trabajo del terapeuta es ingrato. Tiene que acorralar a su paciente. Tiene que mantenerse como el implacable enemigo de sus mentiras protectoras, para enfrentarlo a la incertidumbre de la verdad. La verdad nos da miedo porque en ella no hay refugio. Después de toda una vida de eludirla, es probable que no nos sintamos capaces de afrontarla. Hay imposturas que no tienen remedio, porque la cura sería demasiado dolorosa, demasiado abrumadora. Por eso, el paciente se resiste, se aferra de mil modos desesperados a sus viejos laberintos, que al fin y al cabo son lo que conoce, son su único paisaje familiar. El paciente procura sembrar nuevas confusiones: adentrándose por caminos sin salida, haciendo ruido, despotricando, pugnando por ser él quien acose al terapeuta. Si no le queda otro recurso, tal vez opte por huir. Al menos, así recupera el control, así se escabulle de esa verdad insidiosa que pretende triturar sus barreras de seguridad. 
La psicología positiva ha puesto de moda llamar a ese territorio en el que uno se siente a salvo zona de confort. El término es certero, pero odioso. Porque solo cuenta una cara de la verdad: que, aunque sea una prisión, a la persona le sirve de refugio. Nada más desafortunado que la idea de que ahí dentro se está cómodo. El precio de la seguridad es la limitación. A menudo sale a cuenta. Otras veces, sencillamente, es el único lugar donde se puede sobrevivir. Hay que ser cuidadoso con quitarle a la gente sus ataduras: tal vez no soportaría enfrentarse a solas a la libertad. En ese punto se aprecia la profesionalidad de un buen terapeuta: en que no deja solo al paciente a las puertas del infierno, sino que le da la mano y lo acompaña dentro. Ya lo sabíamos: lo único que sana es el amor. 

Comentarios

  1. ¡Qué bueno!
    Muchas gracias

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias a ti, querido amigo, que le das sentido al leerlo.

      Eliminar
  2. Lo he vuelto a leer, porque está muy bien. Tu visión sobre la "zona de confort", me parece muy acertada.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Me alegro. Es mi alergia innata a todo lo que suene a moda, jeje.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Menos lobos

Quizá resulte que, después de todo, Hobbes se pasó de desconfiado, y no somos, ni todos ni siempre, tan malas bestias como nos concibió en su pesadilla. Tampoco vamos a caer con Rousseau en la fantasía contraria, y soñarnos buenos por naturaleza, pero basta echar un vistazo a nuestros rebaños para comprobar lo dóciles y manejables que llegamos a ser mientras nos saben llevar. A veces nos sacamos los dientes unos a otros, pero rara vez llega la sangre al río, y aún más raramente conspiramos contra la imposición de la costumbre, por injusta que nos parezca. Es lo que sacaba de quicio a Nietzsche: predominamos los temerosos y los conformistas, y a menudo hasta proclamamos «¡Vivan las cadenas!», mientras, agradecidos, apuramos nuestro plato de sopa. ¿No exageraba el inglés al dictar que se nos amarre con rigor para evitar que nos desgarremos mutuamente?  Marx ya apuntó que la lucha más enconada no es entre individuos, sino entre clases sociales, y tal vez aún más en el pulso de los po...

Niveles de interacción

Las relaciones humanas se desempeñan en diversos niveles de proximidad. Entre la compra en una tienda desconocida y una conversación íntima de amigos media todo un abanico de transacciones que varían en intensidad y sentido, y que cuentan con su propio código y su protocolo característico. Aquí proponemos cuatro niveles básicos de interacción, de menor a mayor compromiso, y que por simplificar identificamos como usufructo, gentileza, afabilidad y afecto. En el usufructo solo hay interés e instrumento. Muchas de nuestras interacciones cotidianas son con extraños. Encuentros accidentales regulados por un código superficial, en los que el individuo carece de significado personal y queda estrictamente reducido al rol (y al guion) que le corresponde en la transacción concreta. En esas interacciones ocasionales, breves y esquemáticas, el valor atribuido al sujeto es puramente instrumental: cada cual actúa exclusivamente en función de su interés concreto (¿qué necesito de ti?) y trata al otr...

Releyendo a Montaigne

A Montaigne, como a un viejo tío sabio, hay que volver a visitarlo de vez en cuando. Siempre es un gusto y uno nunca se va de vacío. El perspicaz francés, acomodado frente al hogar en su torre y con una copa de Burdeos en la mano, nos escucha tocar a la puerta y sonríe: sabe que el mundo gira sin detenerse, y que todo regresa. Montaigne convirtió su propia vida en objeto de filosofía. Desde que lo leí por primera vez, descubriendo en él a un padre y maestro mágico, me propuse seguir sus pasos en cada reflexión. La única filosofía que le urge al ser humano es la que lo enfrenta a su propia vida; la que le aporta elementos para conocerse a sí mismo y para saber cómo vivir mejor.  No se trata de mero narcisismo: lo propio sirve solo como punto de partida. Todo lo que somos incluye a los demás, y todos nos parecemos. Empiezo por mí porque soy lo que me queda más cerca, y eso multiplica la motivación y la información; como contrapartida, me resta perspectiva. Si hay que ser cauto en lo...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...