Tanto en las historias como en nuestra vida, lo que queremos es emocionarnos. No hay nada más insulso que una fábula sin sueños, sin conflictos y tensiones, sin triunfos y caídas; lo mismo vale para el relato de nuestra biografía.
Ansiamos emoción incluso en asuntos tan supuestamente racionales como la reflexión (inventamos la filosofía, que es literatura), el conocimiento (fundamos la ciencia, que es entusiasmo) o el gobierno (y por eso establecimos la política, que es lucha). La convivencia que no emociona nos aburre, el trabajo que no emociona nos deprime o nos abruma.
El hambre de emoción afecta a todo, y por eso nos equivocamos tanto, por eso removemos la simpleza de lo elemental hasta imprimirle una complejidad que lo hace todo más difícil, pero lleno de color y de sabor. Nuestros intercambios son, en el fondo, bastante esquemáticos; responden a un catálogo de necesidades exiguo y básico, y a unas dinámicas en lo esencial previsibles; si nos ciñéramos a esa linealidad, las relaciones serían más sosegadas y eficaces, pero pronto dejarían de motivarnos. Nos interesa la ráfaga dulce y alocada del amor, el elixir ácido de la pasión, la insinuación picante y la aversión ardiente. No nos basta alimentarnos: queremos que la comida sea sabrosa, sorpresiva, artística. Queremos cocinar la vida, jugar con sus ingredientes, probar novedades, experimentar ocurrencias, y regalarnos con platos exquisitos.
Esa apasionante y festiva irracionalidad es, como decía una célebre propaganda, la chispa de la vida, lo que en modo alguno puede faltar. Sin embargo, a veces se nos va la mano, y entonces nos damos cuenta de que, aunque nos guste la fiesta y quizá no podamos vivir sin ella, tampoco queremos que campe a sus anchas y sin límites. También necesitamos el cálculo y el criterio, la previsibilidad y el control. En última instancia, el auriga no puede dejar que los caballos se desmanden, si quiere llegar a algún sitio. Por eso, de vez en cuando tiene que tirar de las riendas e imponerles un cierto orden. La emoción tiene que galopar con fuerza y un poco a ciegas, pero sintiendo cómo la retiene el raciocinio.
La felicidad es un funambulista que se bambolea entre la emoción y la sensatez. Cada cual, según su talante, tenderá más a una que a otra. Pero precisamente esa tendencia le da pistas sobre lo que tiene que cultivar con más esmero. El apasionado hará bien deteniéndose de vez en cuando a reflexionar, a poner calma y recuperar una cierta profundidad. Al riguroso tal vez le convenga soltarse de vez en cuando, volverse un poco loco y conectar con ese niño interior que tiende a reprimir. El símbolo del yin y el yang resume esa lección: un lado adentrándose en el otro, tiñendo el corazón del otro, en un incesante giro de fronteras sinuosas.
La racionalidad, entonces, se mostrará sabia abriéndose de vez en cuando para que le alcance la ventolera de la emoción. Tanto mejor si eso la impregna de infantilismo y de locura. ¿Hay algo más insensato que deambular como un sonámbulo por la turbulenta existencia? La vida es de una belleza inhóspita y cruda. A veces hace falta un poco de poesía, un trazo de color y de calor. Si no cediésemos un poco, si no nos entregáramos a esos insólitos momentos dislocados, ¿cómo podríamos soportar el peso de los días? Sí: absurdos, torpes, grotescos, contradictorios… Tal vez en esos episodios seamos más auténticos que en nuestras horas sensatas y ordenadas; porque nos desnudamos, y afloran el llanto y la risa y el delirio con los que ante todo estamos hechos. El arrebato tiene su propia verdad; la razón, su propia belleza.
Excelente artículo, amigo mío.
ResponderEliminarHay sabiduría en tus palabras, no se puede expresar mejor.
Gracias, compañero. Hemos dado vueltas a menudo a esa misteriosa imbricación entre razón y emoción. Y cada día estoy más convencido de que somos, ante todo, seres emocionales y emocionados, que se esfuerzan por serlo de un modo razonable. Enorme desafío, que escribe la historia de nuestras vidas.
EliminarExacto. Ya sabes que mi palabra favorita es "armonía".
ResponderEliminar