Somos partidarios de la alegría. Convencidos, fervientes, entusiastas adeptos. La alegría de Epicuro, que paseaba con amigos y saboreaba un trozo de queso. La alegría del Quijote, cabalgando a la zaga de sus sueños. La alegría de Spinoza, que la invocaba como fuerza de la vida. La alegría de Nietzsche, contemplando desde las cumbres las vastas lejanías.
Sabemos que ella es frágil y está sola; que a menudo se extravía por quebradas y despeñaderos, y muchos sucumbieron en el afán de rescatarla. Sabemos que, de tan bella, resulta poco convincente. Sabemos que muchos la socavan y pocos la edifican. Sabemos que es fácil arrasarla y difícil restaurarla.
Por eso estamos ahí, porque nos necesita de su parte. Ahí estamos, celebrando su tímido amanecer, sus misteriosos crepúsculos. A veces, al caer de la noche, nos sobrecoge la duda; ¡parece tan poderosa la negrura! Hay un instante en que todo se tambalea. Pero echamos mano de una canción antigua o de las palabras de un maestro, y volvemos a creer, y aprendemos a esperar. Aunque sea temblando de frío. Y como respondiendo a esa determinación, suavemente, tímidamente, la luz regresa. Hasta los desesperados la presienten.
Buda nos enseñó que es tímida y huidiza, y que no hay que buscarla. Conviene caminar sin contar con ella, oyendo su apagado rumor como se escucha el torrente en la hondonada, desde el camino, y se cuenta con su presencia sin verlo. En el momento más inesperado, se derrama en el camino. Crucemos su arroyada sin pensarlo dos veces. Bebamos de su agua fresca y limpia. Y dejémosla ir, sin pretender retenerla. Porque el agua está hecha para correr, y el camino sigue.
Los partidarios de la alegría amamos la maraña de las rutas. Tenemos deseos, tenemos preferencias, pero en cada recodo algo se pierde y algo aparece. El camino es el que es, nosotros somos los que somos, y el gozo se reduce a dar un paso más. La alegría del viaje, que se siente en los ojos y en las piernas, no está ceñida a lo que nos aguarde en el destino, ese difuso porvenir, y quién sabe qué será, o quiénes seremos nosotros; el futuro es una patria extraña y de extraños: lo nuestro es el polvo que levantamos al pasar.
¿Y qué hacer con los obstáculos, y qué hacer con los tropiezos? No sabemos quererlos. ¿Podemos, tal vez, acogerlos sin celebrarlos? ¿Recabar en su penumbra un destello de alegría, al menos concebirlo, al menos fantasearlo? ¿Cómo reconciliarnos con aquel que nos desprecia o nos daña? Hubo quien recomendó amarlo, y a quien alcance ese amor debe hacerle casi inquebrantable. ¿Y qué pasa con el dolor más atroz, el dolor insoportable, enemigo del amor y verdugo de la vida? Podemos dejar que haga en nosotros su trabajo, podemos recorrerlo aunque nos duela, con la alegría primitiva, sutil, misteriosa, que nos da saberlo nuestro.
El camino tiene sus requerimientos. Siempre pide y casi nunca escucha. Igual hay que seguir. El esfuerzo nos despierta, nos impulsa, nos saca lo mejor. Nos entregamos a él, como nos entregamos a las dulces horas del descanso, allí donde no hay pasos ni mapas, allí donde se recuesta y duerme la voluntad cansada. Alegría del sosiego y de la ausencia.
Alegría de las palabras que glosan los latidos, y los sueños, y que resumen lo visto y lo vivido; y vuelan al encuentro de los otros, para contarles historias de alegría y escuchar las suyas. Pero alegría también en el silencio sabio, el silencio prudente que entiende que se habla demasiado, que las palabras son como la música, un dulce eco que lánguidamente se desvanece, y el alegre silencio es lo que queda.
Comentarios
Publicar un comentario