Todos salimos a la calle más o menos pertrechados con máscaras y armaduras, protegidos frente a nuestros paisanos, que, ya se sabe, son tan amigos como pueden llegar a ser enemigos. La experiencia nos ha enseñado que, para convivir sin naufragio, hay que manejar con una cierta gracia ese complicado juego de exhibición y recato, de exposición y prevención, de tirantez y cooperación.
Y en esto cada cual tiene su estilo, según sea su situación y su talante. Es importante averiguar con qué arte nos desenvolvemos mejor, qué recursos dominamos más fácilmente, en qué actitudes nos sentimos más asentados. Los hay confiados y tranquilos, que andan a pecho descubierto sin mayor inquietud; y los hay recelosos e inseguros, y estos se aseguran de asomar al mundo bien blindados y sin bajar la guardia. Los segundos sufrimos más, qué le vamos a hacer, y por eso a menudo soñamos con la dulce ligereza de los despreocupados. Cometemos entonces, fácilmente, el error de pretender imitarles y actuar como ellos, haciéndonos los valientes o ensayando una indolencia que no sentimos. La vida, más tarde o más temprano, nos devuelve a nuestra verdadera naturaleza, único lugar desde el que podemos fracasar o triunfar.
No siempre acertamos con lo que nos conviene, y en ese fracaso reside la clave de muchas desdichas. A veces se nos educa mal, se nos cortan las alas demasiado pronto. A veces la angustia manda, y nos vuelve temerosos y reticentes; la desesperación nos vuelve erráticos o compulsivos; la brutalidad nos convierte en seres rotos que no saben cómo repararse, víctimas fáciles de los desaprensivos o evitadores rigurosos emboscados en fortalezas de soledad. A veces la vida es desabrigada y brutal, o nosotros torpes, y nos la pasamos peregrinando en busca de un lugar siempre remoto o una respuesta siempre desvaída. Hay quien se pierde sin remedio. Hay quien insiste y halla el amor. Algunos tienen suerte, otros cabalgan hacia la lejanía para volver adonde estaban. La suerte y el don juegan su papel en esa lotería de la dicha.
Para los que llevamos años por los caminos, tal vez las sabidurías ancestrales nos libren, al menos, de los peores precipicios. Pero, en cualquier caso, siempre nos llegará el momento de contemporizar. El futuro se estrecha, las costumbres se atrofian. La edad nos hace menos maleables: hay un momento en que apenas quedan alternativas para reinventarse, y toca aceptar. Sobre todo, aceptarnos. Con nuestras máscaras rotas y nuestras armaduras oxidadas, quijotes extraviados, peregrinos viejos. Quizá no sepamos ser mejores, pero siempre nos quedará el sosiego de la entrega.
Habrá que capear el menoscabo de los otros. Amonestaciones que nos querrían mejores y no se resignan, y pullas que simplemente nos desprecian. Reproches por ser torpes, inseguros, temerosos, tristes, reticentes, egocéntricos, inmaduros, obsesivos, fracasados. Si tienen razón, ¿qué les vamos a disputar? Bastará con no ponernos de su lado, no convertirnos en sus cómplices ni unirnos a su coro de abucheos. Bastará con agradecer sus intenciones violentamente redentoras (tal vez alguna nos enseñe), o protegernos de sus hirientes mandobles con el silencio y la distancia. Vislumbrar sus propias dificultades con la vida, que quizá no sean menores que las nuestras. Cada cual sobrelleva lo suyo, y apenas podemos ayudarnos. Por fortuna, el mundo es grande, y el viento fuerte para llevarse los desencuentros. Un día se nos llevará a nosotros, y si nos recordamos que para entonces no quedará nada, quizá podamos vivir, ya sin nada, un poco más.
¡Qué gran escrito amigo mío!
ResponderEliminarImposible añadir nada.
Como comentario: Todos tenemos cosas buenas y menos buenas.
Como dices, mejor aceptar y aprender si nos confrontan algo no bueno de nosotros. Eso sí, mejor vivir cerca de los que nos señalan las cosas buenas. Eso creo...