¿Qué es lo que más nos seduce? ¿Qué es lo que convierte a alguien en especial —especial de verdad, no solo atractivo o interesante—, y hace que nos entren ganas de que forme parte de nuestra vida?
Yo creo que cuenta menos lo que vemos en el otro, sus supuestas cualidades, que lo que creemos que él ve en nosotros. Tenemos predisposición a que nos guste aquel a quien creemos gustar. Amamos ese reconocimiento que de repente se nos depara, nos resistimos a perderlo, hechizados por el don, misterioso e injustificable, de que alguien nos considere tan especiales como nos sentimos nosotros mismos. Han irrumpido la ternura y la atención, contradiciendo nuestra insignificancia con los indicios de lo valioso. Don Juan conocía bien este secreto: no hace falta ser fiel ni bueno, ni siquiera hace falta ser sincero, basta con que se enarbole la intención.
Sabemos que, para que eso suceda, para que alguien nos distinga en medio de la multitud anónima del mundo, tiene que haberse despertado un interés. De algún modo, ha de parecernos verosímil la promesa de resultar interesantes. Y no podemos evitar cuestionarnos por lo genuino de la inclinación que al parecer se nos prodiga. ¿De dónde sale? ¿Viene a cuento de algo creíble? ¿Está justificada?
Porque hay intereses que encandilan tanto como sobresaltan, intereses que nos complacen pero resultan sospechosos. Intereses enigmáticos que no sabemos descifrar.
Nos gustaría creer que se nos acercan por lo mucho que valemos, que al fin alguien ha descubierto nuestro tesoro en bruto.
Nos gustaría creer que nos eligen por lo que somos, en lugar de por lo que es, y busca, y quiere, quien viene hacia nosotros. O, mejor: que nos eligen porque quieren lo que somos.
Por eso nos engañamos tanto. A lo mejor, la simpatía que se nos muestra tiene poco que ver con nuestros méritos; a lo mejor ni siquiera responde, propiamente, a nuestros atributos. Puede que nuestra supuesta admiradora solo pretenda entretenerse, que solo busque a alguien que, por un rato, le haga sentir especial a ella; o simplemente que le haga reír. Tenía ganas de divertirse y nos hemos cruzado en su camino.
No ha de extrañarnos, entonces, que la magia suela disiparse al final de la fiesta, cuando las doce campanadas convierten las carrozas en calabazas. Se acabó el tiempo del encanto, y ya nos llaman a regresar a la cruda realidad, esa en la que no somos ni príncipes ni princesas, ni nadie nos busca para comprobar si nos encaja bien el zapato de cristal.
Y entonces comprendemos que lo que nos parecía mágico y especial no era más que entretenido. Nuestros sueños se diluyeron y dejaron al descubierto la simpleza del paisaje. El ego, sobre todo cuando anda inseguro, juega con estas cartas marcadas, y lo que parecía fortuna, al final de la partida, resultó consistir en una refinada impostura. El ego, que quiere sentirse poderoso pero se presiente infinitamente vulnerable, nos empuja a creer lo que queremos creer.
Levantamos castillos nocturnos en la arena: como dijo el poeta, viene la ola y se los lleva. La marejada del amanecer no tiene piedad con los soñadores y los poetas.
Hay que mantenerse muy cauteloso con los sueños, y muy suspicaz con las hambres que los sueñan. ¡Qué fácil es encandilar al que está hambriento! ¡Qué fácil es despertar la esperanza más ilusa en quien espera! Como a la Señorita de Trevélez, basta con insinuarle una chispa para que se prenda todo su anhelo de arder. Pero casi todos los sueños nos abandonan al despertar, vagabundos entre sus decorados de cartón piedra.
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