Aunque sean la ética y la moral las que establecen las categorías de mal y bien, el mal es un fenómeno que las sobrepasa. Es también un problema psicológico (ya que concierne a las razones del comportamiento y de la mente) y sociológico (ya que no hay mal que no se ejerza entre individuos o grupos). Es tal vez, en su esencia ontológica, un problema de la biología, puesto que la vida se impulsa sobre un mal que determina la supervivencia y la evolución: ¿no se alimenta la vida de muerte? ¿No es el esfuerzo de vivir el que nos hace malos? ¿No somos buenos o malos, al menos en parte, por herencia, y quizá consista en ello el pecado original? Se perfila también un mal antropológico, que reside en la cultura y la costumbre: por eso tanto una como otra deben ser juzgadas y sometidas a la evaluación de los valores. Y, en fin, es sin duda un problema práctico, porque tiene que ver con el dolor, el que se nos inflige y el que provocamos, y por tanto con la felicidad.
El mal, pues, se perfila como un asunto multifacético que se resiste a todas las simplificaciones (sean estas religiosas, normativas o íntimas), una cuestión a la que hay que aproximarse desde muchos frentes. Un problema, como tal, irresoluble, que, sin embargo, no podemos eludir. Nos constituye (¿quién no es malo a veces, incluso a menudo, incluso un poco siempre?) y a la vez nos repele (¿quién no preferiría ser bueno? Y, no obstante, ¿quién no ha sentido placer al ser malo?): dos características que, de entrada, parecen contradictorias. Nos sale de dentro y a la vez, lamentablemente, se nos enseña; del mismo modo que sentimos un desprecio innato hacia él que sería insuficiente si, además, no se nos inculcara.
Bien y mal son apreciaciones con las que evaluamos y organizamos el mundo. En su formulación autorreferente, es fácil diferenciarlos: lo bueno es lo que nos beneficia, y aquello que nos perjudica es malo. Hedonismo básico. Sin embargo, a medida que incorporamos nuevas dimensiones a la vida humana, y ampliamos la red de valores con que nos situamos con respecto a ella, lo bueno y lo malo dejan de estar tan claros, y necesitamos precisar nuevos criterios para proyectar algo de luz en la complejidad de los hechos humanos.
Arrogarnos el papel de jueces del bien y del mal —o de lo que está más allá de ambos, como sugería Nietzsche— nos plantea muchas perplejidades. Hay un núcleo del mal que suponemos absoluto, pero quizá no lo sea tanto, y eso debería estremecernos. Un solo asesino nos hace asesinos a todos, del mismo modo que un único salvador nos redime: en ambos casos se cumple aquella hermosa máxima sartriana de que, al elegir, lo hacemos en nombre de toda la humanidad. Por otra parte, se exime al criminal cuando manifiesta desequilibrio (por ejemplo, un paranoico), aun siendo conscientes de que la frontera entre normalidad y enfermedad no está nada clara, y, además, como dijo Freud, ¿quién no está enfermo? ¿Quién no ignora más de lo que sabe? ¿Quién no actúa arrastrado por el vendaval de las emociones? ¿Nos hace eso a todos inocentes, o culpables?
Pero hay algo tal vez más inquietante, lo que Hannah Arendt llamó “banalidad del mal”: este, en ocasiones, no procede de la perversión (o no solo), sino del propio cumplimiento de las normas, de la mera costumbre, incluso de la estupidez. ¿Habrá algo de mal en la mediocridad? ¿Habrá mucho de mal en la razón descarnada, como alertaron Adorno y Horkheimer, al concluir que el racionalismo estricto conduce a los crematorios de Auschwitz? Juzgar el mal plantea siempre nuevas preguntas, ante las cuales, tengan o no respuesta, no podemos permanecer indiferentes.
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