Un buen amigo me decía, entre el cariño y el sarcasmo, que padezco de grafomanía. Me he enterado de que la adicción a escribir puede alcanzar cotas de trastorno obsesivo compulsivo. Sin llegar a tanto (mis compulsiones han sido otras), admito que cuando toque hacer balance del tiempo dedicado a cada cosa, la escritura acaparará un buen porcentaje de las horas de mi vida. ¿Habré pasado más tiempo escribiendo que viviendo? Yo más bien creo que escribir ha sido y es, para mí, una forma de vivir, y de intentar no hacerlo del todo mal.
Porque mis escritos no son un mero pasatiempo (que también), sino ante todo un recurso para afrontar ese abigarramiento de sucesos atropellados que es la vida. Son mi modo de apaciguar la angustia y atenuar la incertidumbre, poniendo un poco de orden y concierto. Son como las pinzas y el pegamento con los que procuro ajustar las piezas que voy encontrando desperdigadas por la vida, aquí y allá, caóticamente, interpelándome y avasallándome hasta que hago algo con ellas. Los ansiosos tenemos que buscarnos añagazas para poner un poco de sosiego en nuestro zafarrancho permanente.
La vida va poniéndonos a todos obstáculos y desafíos, y escribir me ayuda a afrontarlos mejor. Escribir, de hecho, es para mí el mejor modo de pensar, lo cual se me hace muy difícil en abstracto (se me va la cabeza a otras cosas, no acabo de concretar, se me olvida lo que he pensado antes...); mediante el esfuerzo de trasponer mi revuelo de ocurrencias al texto, les doy un aspecto casi sólido, cosas que tengo delante de los ojos y que puedo manipular como bloques de construcción. No sé si así alcanzo mejores conclusiones, pero al menos logro armar algo con ellas, y eso me da la sensación de que controlo un poco el desbarajuste de mi entorno y ese otro, aún más turbador, de mi propia cabeza atiborrada de fantasías y emociones.
Escribo, insisto, para pensar, o sea, para manejar las ocurrencias que van y vienen a través de su fluido etéreo, indiferenciado, ese engrudo del que, en bruto, no hay manera de sacar nada en claro. Es como limpiar y ordenar una casa con todo por en medio y patas arriba; es un ensayo de dar alguna forma asimilable al caos. Las cosas pasan como nubes atropelladas, como estrellas fugaces, salpicando el cielo y perturbando el ánimo; concebir en ellas pautas, como hacemos al imaginar las constelaciones, tal vez tenga poco que ver con la verdad y más con la proyección de nuestras obsesiones (las constelaciones no existen, ni tampoco los dragones o las caras que perfilamos en las nubes: observar es inventar), pero al menos, para el ansioso, constituye un reconfortante y tranquilizador ejercicio de organización. Y si, además, con esa tarea estética vislumbramos alguna que otra clave para el entendimiento, si se nos aparece así el mundo como más descifrable y manejable, mejor para nosotros: misión cumplida.
Y ya que hablamos de piezas y de armar, de eso va el pensamiento. Al meditar/escribir compongo (con más o menos gracia y acierto) esos conjuntos coherentes de los que hablaban los maestros de la Gestalt. Montar puzles es una buena imagen de esa gesta del entendimiento (que usa la razón, pero también la intuición o la mera mecánica del ensayo y error). Hay piezas que parece que se buscan y se organizan casi por sí mismas, y ahí no hace falta romperse mucho los cascos. Más delicado es el momento en que uno no halla la pieza que falta, o, a la inversa, cuando sujeta una pieza que no hay manera de encajar. Es entonces cuando hay que ampliar la perspectiva e inventar sentidos nuevos. Yo, con más o menos tino, lo hago escribiendo. Vengan páginas: hay manías peores.
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