No es precisamente la ansiedad de la que trata la canción la que convierte la vida de algunas personas en un verdadero calvario. La “ansiedad de tenerte en mis brazos” mana, en realidad, del ardoroso arrobamiento del deseo, es la oda de las hormonas que llena de luz pasajes de nuestra juventud y evocaciones de nuestra nostalgia.
En cambio, la otra ansiedad, la que convierte la vida en un continuo estremecimiento tambaleante, la que nos quita el sueño y resquebraja la quietud de los anocheceres, la que estropea los silencios y revuelve los estanques, la que nos roba los sabores porque no nos deja degustarlos, la que hace que el camino de la vida discurra por pedregales y mina las amistades que acaban por no soportarnos… Esa ansiedad es una maldición de la que no sabemos zafarnos cuando nos apresa en su áspera red.
La vida está salpicada de sufrimientos, de esfuerzos y exigencias. Lo único que la hace soportable, incluso a veces grata, son los momentos en que podemos disfrutarla, unos pocos en forma de sabroso anhelo, y otros, los más, como una dulce brisa bajo el sol de mayo, el suave encanto de mirar el mar sin pensar en otra cosa, la caricia de nuestro hijo, las risas con los amigos, la sorpresa de una canción emocionada y emocionante… Pero el ansioso no tiene oportunidad para esas pequeñas alegrías, el ansioso no puede estarse quieto ni beber tranquilo el agua de una fuente, el ansioso corre al galope tendido y no puede detenerse. Se ha acostumbrado a vivir agazapado, atravesando lo malo y esperando lo peor, y, como no espera otra cosa, no ve otra cosa.
El ansioso está enfermo de miedo y rabia. El miedo y la rabia son la clave de la mayoría de los malestares psicológicos. Ambos son sentimientos desagradables, punzantes, invasivos y apremiantes: desatan un estado de alarma, secuestran la atención y la voluntad, y reclaman una respuesta inmediata. Son como intrusos incómodos y escandalosos, de los que no es probable librarse mediante el razonamiento o la llamada a la calma, pues desbordan la reflexión.
El miedo y la rabia son impulsos muy primitivos, relacionados con la supervivencia ante el peligro. Eso explica su vigor, y que los compartamos con la mayoría de los otros animales. Sin embargo, durante la mayor parte de nuestro tiempo no resultan adaptativos, al menos en su versión más intensa. Por el contrario, son causa de una ansiedad desproporcionada, que entorpece la lucidez del pensamiento y la convivencia.
Estas dimensiones subjetiva y social son las que suelen resultarnos más problemáticas en nuestra vida cotidiana. El ansioso las ha convertido en hábito, y de poco le sirve ser consciente de sus absurdas exageraciones o sus presagios desmedidos, o de que, en cualquier caso, no le ayudarán a salir mejor parado de los zarpazos de la vida. Porque el pánico nos hace reticentes y torpes, y la hosquedad aleja a los demás y enrarece el aire de los que se nos acercan.
¿Puede hacer algo el ansioso para sobreponerse? Puede, a veces, tirarse del caballo y atarse a un tocón, aunque siga revolviéndose; puede reírse a carcajadas, y dejarse mojar por la tormenta, y mirar la vida como si la tuviese fuera y la muerte como si la tuviera dentro. Algo puede atenuarse la ansiedad desde el cuerpo, relajándolo mediante la meditación o el yoga, o practicando ejercicio físico, que produce endorfinas y cansa. Claro que eso no basta para curar, pero ya es algo. Cuando uno comprende que el mundo seguirá girando, haga lo que haga, tal vez pueda dejar que gire y renunciar a controlarlo.
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