En el meollo de todas las virtudes están el amor y el coraje. Si hubiera que resumir al máximo los fundamentos que deben regir una ética, no se me ocurren otros más esenciales.
El amor es la fuerza que lo impulsa todo. Spinoza hablaba más bien del conatus, del anhelo de potencia que empuja a todos los seres en su designio de medrar. Sin duda, tenía razón, pero olvidó tener en cuenta que los humanos somos sociales en nuestra más profunda esencia: no existe el individuo puro, el Robinsón exento de lazos e interdependencias. Eso nos convierte, inevitablemente, en seres de la lucha, como señaló Simmel, pero también del amor. Dicho con otras palabras: el conatus, una vez satisfechas la supervivencia y una seguridad básica (nos lo mostró Maslow), está compuesto esencialmente de amor, y ese principio motivador es el que rige nuestras relaciones cotidianas.
El amor es lo que nos saca de nosotros mismos, de ese egocentrismo narcisista primario, y nos vuelca en la convivencia con los demás. Nos dirige hacia el otro, ese otro que, opinaba Sartre, es a la vez un intruso (pues instaura la alteridad) y una oportunidad (pues solo a través de él podremos volver a sentirnos plenos). En cualquier caso, un desafío y una tarea ineludibles. El amor es, pues, el eje de la sociabilidad y, en última instancia, de la condición humana.
Amor que da sentido a la existencia, y a la cooperación, y a la aspiración al bien. Amor que nos invita a la empatía, a la comprensión, a la compasión, a la paciencia, que no obliga a ser algo nuevo, más allá de nuestro solipsismo uterino. Amor que pide y espera, cómo no, pero que también se complace en la entrega, y está ansioso por dar porque aprende que es más valioso que recibir. Amor, también, para la lucha contra los enemigos del amor, para la defensa de la propia dignidad, que es el amor a uno mismo. Amor que opta por la alegría y que, puesto que la quiere para sí, la quiere para todos.
Pero a veces el amor no alcanza, o no llega a tiempo, o siente la tentación de rendirse. Porque lo bueno es siempre difícil, es lo que se alza frente a la viscosa facticidad y la quebradiza debilidad. El amor es el puntal, pero hay que apuntalarlo. Y aquí interviene la voluntad que lo defiende, que se llama coraje.
El coraje es el heraldo defensor de la dignidad, el guardián de la firmeza y la constancia y la resistencia. El coraje nos lanza contra molinos y malandrines, y nos contiene cuando capitularíamos a los asedios. El coraje nos sobrepone a la tentación de lo fácil, de donde nunca se pudo sacar nada valioso. Afirma lo hermoso, y lo justo, incluso lo útil cuando es bueno. Nos sobrepone a la pérdida y funda nuevas esperanzas. Nos calma y nos endereza cuando nos zarandean los vientos y no ponemos llorones. ¿Compasión por uno mismo? No más que la justa, y, si somos lúcidos, desde luego no más que por los demás, que también sufren y muchas veces más que nosotros.
El coraje nos recuerda que lo bueno es difícil y que quizá sea esa dificultad la que lo hace valioso. Esperamos a amar para dar lo mejor de nosotros mismos, cuando, como nos recordaba A. Saint-Exupéry, es justamente al revés: solo amamos aquello por lo que luchamos. Así que el coraje y el amor se refuerzan mutuamente, se desenvuelven a la par apoyándose el uno en el otro.
Amor y coraje: sentido y felicidad.
Ética, decíamos: lo bueno es lo que merece nuestra lucha, y solo vale la pena luchar por lo que se ama. Hay que amar mucho, entonces. Y hay que hacerlo con mucho coraje.
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